Lunes, 06 de Mayo 2024
Jalisco | Al revés volteado por Noberto Álvarez Romo

Criticidad localizada

Para todos, nuestro terrible error ha sido dejarnos confundir en la imprecisión de nuestra cultura política

Por: EL INFORMADOR

En la política, la guerra y los negocios existen tres términos que son muy frecuentemente confundidos por el público en general (y a menudo hasta por la misma gente de guerra, de política y de negocios). Esto es porque son muy parecidos entre sí: eficacia, eficiencia y efectividad. Tienen que ver con el uso y la gestión de recursos en el logro de metas precisas.

Lo efectivo se refiere al cumplimiento de metas (como en el caso militar, por ejemplo, de un escuadrón “que toma” un puente para ganar una batalla). No importa el costo, siempre que se logre. Que sean o no efectivos significa cumplir o no la tarea. Tal causa, tal efecto. Su fin justifica todos los medios usados, en el peor de los casos.

Eficiencia es más bien un término económico, de los valores contables. Tiene que ver con la productividad según la cual las empresas aprovechan, usan, de la mejor manera posible sus recursos disponibles. Cuán provechosa es con su tiempo, dinero, material y esfuerzo. Un sastre ejemplar, se diría, es eficiente en el corte de sus telas para hacerlas rendir de la mejor manera posible.

En cambio, la eficacia tiene que ver con la mística política de resultados: ¿Qué tan efectivos son en sus logros y qué tan eficientes en su consecución? La eficacia depende de objetivos certeros y el uso eficiente de los recursos para lograrlos. Para ser eficaz se requieren metas precisas y modos frugales, inteligentes. La prudencia es eficaz en su mejor expresión porque también hay que saber lo que no hay que hacer, y medirse en las decisiones que balancean metas y recursos, deseos y capacidades. Que viviéramos eficazmente, entonces, significaría que haríamos atinadamente lo que hay que hacer (y que no haríamos cualquier cosa) y lo haríamos de nuestra mejor manera posible. Pretender algo menos que esto sería autoengaño en el mejor de los casos; y desfachatez en la mayoría de ellos. Lamentablemente, en conjunto, la mayoría de las veces los humanos somos tan ineficientes como inefectivos. Ineficazmente, despilfarramos sin destino.

Especialmente se nos nota en el ámbito de la administración pública. Por ejemplo, hemos llegado a reconocer que el sistema político mexicano prolongadamente descansó sobre esa convenida farsa democrática sustentada en la subordinación de las instituciones públicas a un tejido enredoso de complicidades, formas frecuentemente contradictorias y compromisos sombríos que se convirtieron con el tiempo en forzados parches del equilibrio político; siempre controlado desde —y para— la capital central del país.

El cambio efectuado en el año 2000 significó la desarticulación de esa tríada sagrada formada por el “Estado-Gobierno-partido oficial” en la que se esfumó la clave de la política mexicana y su administración pública. Su existencia se debió a la sumisión plena al omniseñor Presidente de la República, en la célebremente llamada “Dictadura Perfecta”; alrededor de cuya figura se articulaba, a favor o en contra, toda la política nacional.

Recordemos que aquella alternancia, en sentido estricto, no se dio al cambiar de partido en el poder, sino por una coalición de partidos y alianzas civiles que lamentablemente no superaron la cruda festiva de aquel 2 de julio. Al no haberlo reemplazado por otro, seguimos viviendo las consecuencias del sistema quebrantado donde las anteriores reglas del juego ya no aplican sino a medias; mientras que las piezas son las mismas, pero el tablero es distinto, cambiante.

Paradójicamente, el remedio nos está saliendo peor que la enfermedad. Para todos, nuestro terrible error ha sido dejarnos confundir en la imprecisión de nuestra cultura política: mostramos sobre todo la incapacidad para mantener una disciplina racional sobre un acuerdo público distinto de cómo hacer las cosas para el bien común. Más en el sentido de un tejido de localidades y menos condescendientes a las fuerzas centralistas de los partidos, a sus pasiones bajas y a los intereses miopes y patrimonialistas de los actores particulares.

Por ejemplo, se comprende que los regidores locales tengan la certeza cada uno de querer ocupar una silla de cualquier Ayuntamiento porque los beneficios personales que para sí resultan, por demás, atractivos. Lo que no está tan claro es ¿para qué? Más allá de lo sustancioso que se gana en su nómina quincenal, ¿qué traen de benéfico para los demás ciudadanos con la administración de bienes y servicios en su territorio? Esa parte, la que realmente le da sentido preciso a la democracia representativa y a la administración pública, todavía se pierde entre la saturación propagandística de la temporada de las elecciones y la banalidad de una deficiente actuación real que carece de efectividad, de eficiencia y (por ende) eficacia.

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