Domingo, 19 de Mayo 2024
Jalisco | Al revés volteado por Norberto Álvarez Romo

¿Revolución democrática?

La democracia no es una institución revolucionaria, como algunos pretenden convencer

Por: EL INFORMADOR

Quienes promulgan la paz doméstica en el marco de la libertad y el orden, prefieren un Estado democrático por creerlo el más prometedor para ello. La democracia, por tanto, no es una institución revolucionaria, como algunos pretenden convencer. Al contrario, es precisamente el medio para prevenir las revoluciones y las guerras civiles. Provee un método pacificador para ajustar al Gobierno ante la voluntad de la mayoría en el marco del respeto a todos.

En 1910, el Plan de San Luis fue anunciado por el señor Francisco Madero, quien había huido tras ser encarcelado bajo los cargos de “conato de rebelión y ultraje a las autoridades”. El plan llamaba al pueblo mexicano a levantarse en armas desconociendo la legitimidad de la elección del Presidente Porfirio Díaz, quien ocupaba el cargo de manera casi continua desde 1876. Se pedía anular las recientes elecciones y convocar a nuevos comicios. La fecha para dar inicio al levantamiento sería el 20 de noviembre de 1910, a las 18:00 horas. Día en que, realmente, no pasó mucho.

Aquello que empezó por una elección fallida se volvió golpe de Estado y se alargó en una feroz guerra civil que al final se arropó como revolución para salvar la cara a los triunfantes. Los años sangrientos mataron a la décima parte de los mexicanos. Lo que equivaldría a perder hoy más que la población conjunta de Jalisco, Colima, Nayarit, Aguascalientes y Zacatecas.

Fue hasta 1917 cuando a penas se tranquilizó la matanza y se inició la creación del “mito revolucionario” por los hijos de quienes la sufrieron y quienes la gozaron. En términos sencillos, nuestra revolución significó haber pasado de una dictadura personal (la del general Díaz) a una “dictadura de partido” originalmente dominado por militares hasta volverse la “dictadura perfecta” de una democracia simulada. Se matizó en una “revolución institucionalizada” del Partido Oficial-Estado-Gobierno cuya vigencia caducó el año 2000.

Quitando el velo de la leyenda, se reconoce que nuestra revolución y nuestra democracia no son equivalentes (como tanto se quiso hacer creer). Pues en la democracia se acuerda intentar la fuerza contando cabezas, no quebrándolas. En ella, el poder se logra en los números de la mayoría; donde la minoría no cede convencida de estar equivocada sino reconociéndose minoría en cantidad; pero no menos exigente de la calidad de sus derechos individuales merecidos.

Celebrar no es lo mismo que conmemorar. Uno significa festejar reunidos; el otro, recordar juntos. Ambos se refieren a un sentimiento común sobre una memoria compartida; ambos buscan no dejar morir la evocación de alguien, de algún acontecimiento, de algún sueño, de algo aprendido, descubierto. Mientras las celebraciones siempre son regocijantes y se anticipan con júbilo, las conmemoraciones pueden ser serenas, prudentes, incluso punzantes, porque a veces mantienen la memoria de pérdidas irreparables o de lecciones dolorosas del pasado, en cuyo olvido peligra su repetición. Para los mexicanos no es claro si el 20 de noviembre es uno o el otro; si es motivo de alegría o sigilosa advertencia.

El significado de este día ha cambiado a través de nuestros distintos periodos políticos; ha sido un conveniente mito flexible cuyo valor ha consistido en adecuarse a la ocasión que se le da por parte de los celebrantes en turno (no así por los conmemorantes).

A nuestra Revolución se le ha acabado el aire con que se le había tenido inflada tantos años. Todo por servir se acaba. Como un viejo trapo que de tanto restregar termina deshilachado, así su traje festivo ya no sirve para lucir sus tan presumidas (y cuestionadas) virtudes. Han nacido ya cuatro generaciones bajo el velo de una ideología oficial cuyo motor ya no da para andar. Más bien se le mantuvo “útil” a empujones y jaloneos.

Toda democracia se sustenta principalmente en un pacto social sobre cómo deciden convivir un conjunto de personas y cómo se arreglarán los temas de discusión y diferencia. Pero antes que nada tienen que acordar en cómo se pondrán de acuerdo. Aunque parezca un sencillo juego de palabras, en la práctica no lo es tal; cuidar la consistencia de este acuerdo se vuelve entonces la mayor preocupación de quienes buscan evitar traspasar esa línea fina que divide entre una vida social sana y una ensangrentada. Ésta es la idea detrás de nuestra Constitución: que ningún poder deberá ser arbitrario y que tenemos el derecho universal de autogobernarnos. Establece que las decisiones se toman por medio de votaciones, y cuyos cambios deberían seguir un procedimiento ordenado. Paradójicamente, el fin de nuestra revolución fue precisamente impedir otra revolución.

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