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Finalmente, la FIFA dio la razón, “a posteriori”, a los brasileños Ronaldinho, Diego y Rafinha, por su determinación de desvincularse temporalmente de sus equipos --el primero en vías de emigrar de España a Italia, los otros dos en equipos de la Bundesliga-- para enrolarse en la selección olímpica de su país, y liquidó los afanes de la directiva del Barcelona por pretender obligar a Lionel Messi a estar a disposición del club para sus encuentros amistosos de pretemporada en canchas estadounidenses, y desoír el llamado de la federación argentina para acudir, también él, a la cita olímpica en Beijing.

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La ratificación de la resolución de la FIFA, cuyo presidente, Joseph Blatter, acababa de hacer un pronunciamiento en ese mismo sentido, sienta un precedente saludable, en la medida en que antepone la seriedad de una competencia internacional de primer rango, como los Juegos Olímpicos, a los intereses económicos de los clubes, interesados ante todo por capitalizar, así sea en partidos “de exhibición” --es decir, en compromisos profesionales de medio pelo, intrascendentes, simplemente comerciales, decididamente ramplones-- la calidad de “imanes de taquilla” de luminarias como las directamente beneficiadas con la medida.

Como era inevitable que ocurriera, la resolución abre un resquicio para que resurja la polémica: ¿en qué medida honra al espíritu olímpico hacer concesiones como las que se han hecho para incluir a profesionales declarados --enrolados, muchos de ellos, entre los deportistas mejor pagados de su época-- en competencias supuestamente privativas de amateurs del deporte? ¿No se trata de una falsificación? ¿No se trata de una adulteración del “espíritu olímpico” que animó al barón Pierre de Coubertin a resucitar, en nombre del idealismo, los míticos Juegos de la antigua Grecia?... ¿No se trata, para decirlo más claramente, de una prostitución de ese noble afán?

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Revivir la polémica obliga a replantear los argumentos que se ponderaron cuando se reformaron las reglas de la competencia olímpica: si de todos modos el amateurismo se quedaba en el terreno de las buenas intenciones, porque en los tiempos modernos --e incluso ya desde los Juegos de la antigüedad-- abundaban las triquiñuelas y las simulaciones, y si en las competencias deportivas se va a aplicar metódicamente la “picolargada” de “Hecha la ley, hecha la trampa”, es preferible ajustar las normas a la realidad, y no exponerlas a que se les viole de manera sistemática. Y, además, impune.