La historia se repite dos veces. La primera como tragedia, la segunda como farsa. Escribió Karl Marx. Y no le faltaba razón al prusiano. Y aplica perfectamente para los resultados de la estrategia de combate al crimen organizado. Primero, en el sexenio de Felipe Calderón la tragedia de más de 120 mil mexicanos que fueron asesinados. 25 mil desaparecidos y las instituciones públicas cooptadas y al servicio de los delincuentes. Luego, durante el actual sexenio, la historia se repite, pero con especial intensidad: cerrará Enrique Peña Nieto la administración más violenta de la historia contemporánea del país y, de mantener la tendencia, en junio habrá superado la cifra del sexenio anterior.Peña Nieto prometió en su campaña reducir a la mitad los homicidios. Para ello, centralizó en la Secretaría de Gobernación la facultad de conducir la política de seguridad. Desapareció de un plumazo a la Policía Federal Preventiva -la apuesta del calderonismo- y prometió una Gendarmería nacional, que hoy es un fantasma. Pero más allá del reacomodo burocrático, Peña Nieto no tocó ni un ápice la estrategia del calderonismo. El único cambio fue “cambiar de tema”. Es decir, ya no hablar de la violencia. Olvidar a las víctimas y a los victimarios, y emprender una política de comunicación que acentuara las reformas y dejara de hablar de la violencia. El fracaso del peñanietismo es absoluto y sin matices. El año que cerramos el domingo pasado, será el más violento en 20 años: 25 mil carpetas de investigación por homicidio y una espeluznante cifra de 30 mil mexicanos asesinados. Es decir, durante 2017, tres mexicanos fueron asesinados por hora.Las cifras de horror que deja el peñanietismo no dan espacio a la duda. No hay ni un solo indicador a la baja: secuestros 6% por encima de 2016; extorsiones 10%, según el Sistema Nacional de Seguridad Pública. Y de acuerdo con el último corte del Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNPED), había en el país 33 mil 993 desaparecidos. Y para comprobar que es una realidad nacional, sólo basta con ver como la violencia incrementó en 27 estados del país. El fracaso es inmatizable.En Jalisco, las decisiones tampoco han devenido en mejores resultados. El proyecto de Fiscalía General, unir toda la cadena de detención e investigación, no ha servido para reducir los índices de inseguridad. No es un asunto de percepción, los datos están ahí. De 2013 a la fecha, si comparamos los números de ambos años de enero a la fecha, vemos un incremento de 18% en homicidios. Lo mismo podemos decir de los delitos del fuero común achacables al Estado y a los municipios: incremento en robo a casas, tráiler, transeúntes. Ni la Fiscalía ni las nuevas comisarías han dado en el clavo a la hora de resolver el principal problema que afecta a los ciudadanos. Excusas hay muchas -el nuevo sistema de justicia penal, el atraso tecnológico y de equipamiento- sin embargo, el fracaso está a la luz de todo el mundo.De la misma forma, la politización de la seguridad pública ha hecho mucho daño no sólo a la colaboración entre fuerzas del orden, sino también la percepción que tienen los ciudadanos sobre las instituciones públicas. 2016 y 2017 fueron años en donde los políticos de uno y otro bando buscaron cómo quitarse la responsabilidad de los malos indicadores, partidizando el debate sobre la seguridad, antes que buscar los consensos necesarios para reencausar los esfuerzos. Así, concluye 2017 mucho peor que cualquier año de la década anterior.¿Qué hacer? La respuesta no es sencilla, pero apuestas como la Ley de Seguridad Interior sólo conducen hacia la prolongación indefinida de una política errada de combate al crimen organizado que sólo deja muerte, desaparecidos, control territorial, despojo y militarización. La solución debe ser integral y resetear, comenzar desde cero a repensar todas las instituciones que hoy se encargan de combatir a los criminales: policías, ministerios públicos, inteligencias, jueces, prisiones. México reclama un gran pacto de transformación que se centre en el combate decidido contra la impunidad. El objetivo tiene que ser reducir la violencia.En Jalisco, y sus municipios, el cambio sólo puede empezar luego de aceptar el desastre en el que estamos parados. No es el Nuevo Modelo de Justicia Penal el culpable del monumental fracaso. El Nuevo Sistema defiende la presunción de inocencia, el garantismo y los derechos humanos, pilares de la democracia y el estado de derecho. Son las policías autoritarias, mal preparadas y sin capacidad tecnológica; los ministerios públicos adictos a la flagrancia y los mecanismos ilegales de la investigación; los jueces y el Poder Judicial azotados por la corrupción endémica y la politización. El diagnóstico es la base de la solución y, lamentablemente, en muchos sectores comienza a impregnar la idea de que el modelo de justicia penal es el responsable de la terrible situación que se vive en Jalisco. No es cierto, pero una percepción así nos podría llevar hacia una regresión autoritaria aún más profunda que la que vivimos.Peña Nieto optó por no hablar de violencia durante casi dos años. Desde diciembre de 2012 hasta octubre de 2014, el Presidente quiso imponer la agenda de reformas y olvidarse del México bárbaro. Le habló al mundo y se presentaba como el líder político que llevaría al país a la modernidad y al desarrollo. Al final, como lo dijo The Economist: “la realidad muerde”. La violencia, los desaparecidos, los abusos del ejército y las policías, la cooptación de las policías municipales, los asesinatos de políticos, dominan el debate público. La historia se repitió como farsa. Eso, sin duda.YR