Miércoles, 24 de Abril 2024

Base cero

Es tiempo de repensar todo el modelo electoral en México, sin tabúes ni reformas vetadas

Por: Enrique Toussaint

La autoridad electoral perdió credibilidad. EL INFORMADOR / E. Victoria

La autoridad electoral perdió credibilidad. EL INFORMADOR / E. Victoria

El régimen de la transición democrática entró en crisis. No sabemos cuándo comenzó, pero los síntomas son innegables. La autoridad electoral perdió credibilidad: de acuerdo a Consulta Mitofsky, los mexicanos apenas aprueban la labor del Instituto Nacional Electoral (6.2). Hay casi tanto rechazo al INE como a los banqueros. Los tres partidos más representativos de México, los que encabezaron la transición, están en agonía. Representan sólo al 40% de los electores y tienen, en las encuestas, una intención de voto del 35%.

En el mismo sentido, existe enojo por la cantidad de dinero que cuesta la democracia. Las elecciones de 2018 costaron 25 mil millones de pesos (como la Línea 3 del Tren Ligearo). Y ese gasto no nos ayuda a que la ciudadanía apoye la democracia. De 2002 a la fecha, el apoyo a la democracia se ha desplomado en México: al pasar de 62% a 38%. Y no sólo eso, la misma cantidad de mexicanos (38%) considera que da lo mismo vivir en una democracia o en un régimen autoritario. Sólo un ciego no lo vería, tenemos un gravísimo problema con la legitimidad del sistema político. Es caro, malo, genera hartazgo, cansancio, indignación y hastío.

Nuestras elecciones no necesitan un pequeño ajuste. Si fuera un auto, urge de llantas nuevas, cambio de aceite, medio motor y hasta transmisión nueva. Todas las reformas electorales que se han hecho desde 2007 hasta 2014, apostaron por corregir elementos en una misma dirección: recargar al árbitro electoral de múltiples funciones. Hoy el INE es un monstruo que vigila a los medios de comunicación, hace la credencial de identificación más importante del país, realiza publicaciones, analiza la metodología de las encuestas, fiscaliza el gasto de los partidos políticos. A veces, parece que la última de sus funciones es la organización de los comicios. Necesitamos un “reset”.

Morena ya abrió la Caja de Pandora con las primeras declaraciones en donde esbozan una reforma electoral para “hacer más austeras las elecciones”. El problema es que el eje central no es fortalecer la democracia, sino ahorrar. No importa si arrasas con el federalismo (eliminando los institutos locales electorales); no importa si te llevas entre las patas al Consejo General del INE (la autonomía del árbitro); no importa si pones en riesgo los datos electorales (llevando el padrón electoral a Gobernación), y no importa si rompes la pluralidad del país eliminando los diputados plurinominales. Es cierto, todavía no hay propuestas escritas como tal, pero lo que sí hay es una serie de declaraciones que apuntan en la dirección de centralizar, controlar y hegemonizar las instituciones electorales.

La oposición ha reaccionado en bloque. Pactaron, algo que no han logrado hacer en seis meses -sólo en el debate sobre la Guardia Nacional-, un acuerdo de mínimos en donde sitúan las líneas rojas que no piensan transgredir en la negociación con la mayoría de Morena. Muchos de ellos son elementos razonables y que significan conquistas históricas. Sin embargo, al igual que Morena, no hay un planteamiento concreto. Para ser más claro, nadie está dibujando el tipo de elecciones y representación que queremos. Nadie está planteando en el horizonte el tipo de instituciones que queremos construir. No hay diagnóstico y mucho menos proyecto.

La primera pregunta que nos debemos hacer es: ¿por qué las elecciones, los partidos políticos y hasta la democracia misma emocionan a tan poquitos? ¿Por qué ha perdido una tercera parte de sus adeptos en 16 años? ¿Por qué el 85% está insatisfecho y los niveles de abstencionismo siguen siendo altos? Hay dos crisis: una de eficiencia (resultados) y una de representatividad (no son como yo). La segunda es casi universal. Los políticos son vistos como mezquinos defensores de sus intereses o de los intereses de los poderosos, y que son nada férreos a la hora de defender soluciones para la gente común. Si partimos de esa base, atentar contra la representación proporcional o contra la autonomía de las instituciones electorales es justo el medicamento opuesto. La contraindicación. Las elecciones y el sistema de partidos debe ser más barato, pero sin llevarse entre las patas el pluralismo de este país. México no cabe en dos o tres partidos. Es necesario candidatos independientes, partidos minoritarios, locales, representación regional. La pluralidad y la heterogeneidad de ideas son valores a cuidar.

Empero, lo que me preocupa más es lo primero. La crisis de eficiencia. Y esta no tiene que ver necesariamente con las elecciones. Aunque a veces parezca que sí. En México, mal que bien, elegimos gobernantes, representantes. Entre ellos pactan y acuerdan. No hay problemas de gobernabilidad en el juego interpartidista. Es cierto que lo hay con el narcotráfico, pero en general la polarización entre partidos políticos no llega al extremo de la parálisis o la obstaculización. Veamos los datos. La amplia mayoría de las reformas a la Constitución Mexicana (1917) se han hecho desde que hay gobiernos divididos. De acuerdo a Marván y Casar (2013), ha habido más reformas constitucionales desde 1997 que hay una mayoría en el Congreso que no coincide con el partido que gobierna, que en los 80 años previos. Es decir, no hay un  +problema de pactos ni de acuerdos políticos.

Entonces, si los partidos se ponen de acuerdo, y pactan reformas constantemente, ¿Cuál es el problema? La implementación y la eficacia de dichas decisiones. Como diría el doctor Javier Hurtado, presidente del Colegio de Jalisco, llevamos años obsesionados con las elecciones y poco atentos de reformar la forma de gobernar. Nos encanta meterle mano a los comicios, aunque el problema esté en otro lado. Y en realidad, la obsesión por las elecciones no viene de los ciudadanos, sino de los partidos políticos que en cada sexenio encuentran la oportunidad de remodelar el tablero electoral de acuerdo a sus objetivos y cálculos rumbo a los siguientes comicios. Los problemas de la democracia mexicana trascienden la dimensión electoral y son, sobre todo, de Gobierno.

La reforma electoral (va a haber una, eso seguro) tiene que ser aprobada por consenso de todas las formaciones políticas. El oficialismo -Morena y sus aliados- deben dejar la tentación de arrasar con las instituciones locales y vulnerar la autonomía del órgano electoral. De la misma forma, el Presidente tiene que pactar con la oposición una fecha concreta para la consulta de revocación de mandato. ¿De qué sirve un instrumento revocatorio si la oposición no lo acepta? Un ejercicio que no genera consensos no le conviene ni a López Obrador, ni a los partidos de oposición y tampoco a los ciudadanos. Sería un carísimo ejercicio de inutilidad. Y la oposición también tiene que aceptar que las elecciones y el sistema de partidos no nos pueden costar tanto. Es un reclamo de la ciudadanía: bájenle al gasto político. Los partidos políticos tienen que aceptar reducir sus prerrogativas y el INE tiene que hacer un auténtico ejercicio de austeridad. Lo vimos en temas como el de la Guardia Nacional o la austeridad en el Poder Judicial, el debate político y el diálogo devinieron en buenos acuerdos. Es necesario discutirlo todo, el actual modelo quedó obsoleto.

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