Jueves, 28 de Marzo 2024

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Mis muertos amados

Por: Eugenio Ruiz Orozco

Mis muertos amados

Mis muertos amados

Con admiración y cariño a María Soledad Méndez López   de Jasso +

Los días uno y dos de noviembre, las familias y los amigos se reúnen en torno de los que se fueron. Los pante ones se llenan y las tumbas se convierten en el eje del encuentro entre los vivos y sus muertos. Comida, música, rezos y niños corriendo hacen un día de fiesta. El reencuentro lo justifica. En casas y lugares públicos, se levantan altares para recordar la memoria de familiares y personajes ilustres, se pronuncian discursos, se comparten recuerdos, se brinda por los ausentes, se degustan los platillos que les agradaban y luego, el olvido.

Así somos los mexicanos, capaces de jugarnos la vida en un volado y burlarnos de la muerte en el mismo instante: “A mí la calaca me pela los dientes.” “¿Miedo? ¡Si para morir nacimos!”. Para nosotros, la muerte es “La Catrina” y la vida, “Don Ferruco”.

Nuestra singular idiosincrasia, producto del sincretismo cultural del que somos consecuencia, nutre una serie de prácticas que se extienden más allá de nuestras fronteras, llamando la atención de antropólogos, sociólogos, artistas y estudiosos de la conducta y tradiciones. “¿Cuál es el origen de la vida y qué hay más allá de la muerte?”, son los misterios que juegan, quizás, el papel más relevante en nuestra cosmogonía y, en consecuencia, las religiones tratan de darle respuestas a dichas preguntas.

Sin meternos en camisa de once varas - que ya la vida es complicada como para agregarle preocupaciones que escapan de nuestra capacidad y conocimiento- y, aceptando que ese trabajo se lo dejemos a los filósofos y a los científicos, tendremos que reconocer que vida y muerte son complementarias.

Pensemos, ¿qué seríamos sin nuestros muertos? ¿Qué sería de nosotros sin la ciencia y la conciencia acumuladas a lo largo de los siglos por la humanidad? ¿Cuál el futuro de las nuevas generaciones sin la referencia de los que ya nos abandonaron?

Demos gracias a los dioses por estar aquí y ahora, por ser parte de esos breves y efímeros instantes que se llaman vida y muerte, porque son solo una: principio y fin, origen y destino, referencias de nuestro paso por este maravilloso planeta al que llamamos Tierra. Sí, gratitud eterna para mis muertos amados quienes, con generosidad y desinterés, guiaron mis pasos.

Recuerdo con nostalgia los tiempos pasados y vislumbro con esperanza los días por venir. Rindo homenaje a mis padres, profesores, amigos y compañeros idos. ¿Cómo olvidar a mis maestros y ejemplos de vida, don Arnulfo Villaseñor, el Padre Chayo, don Enrique Varela, don Enrique Álvarez del Castillo y don Jorge Álvarez del Castillo? O don Heliodoro Hernández Loza, don Pancho Silva Romero, don Pepe Martin Barba, y a mi entrañable tío, el Dr. Enrique Orozco Jiménez. ¿Cómo olvidar a mis preceptores, don Enrique Romero González, don Alfonso de Alba, y don León Aceves Fernández? ¿Dónde el olvido a amigos entrañables, don Manuel del Valle Arévalo, Armando Morquecho y Jesús Núñez Regalado? Imposible, soy y me debo a ellos, aunque junto y por encima de todos, a mi madre. Aún los extraño.

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