Lunes, 02 de Diciembre 2024

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¿Hay alguien por ahí?

Por: Martín Casillas de Alba

¿Hay alguien por ahí?

¿Hay alguien por ahí?

Estamos por cerrar el año y darle paso al nuevo sin saber, bien a bien, cómo calificarlo: ¿será un año de más o uno de menos? Tal como lo podemos considerar a estas alturas del partido. En realidad, son las dos cosas: es uno de más y otro de menos al mismo tiempo, como las dualidades con las que cohabitamos en nuestra vida y que tenemos que apechugar.

Frente a esta paradoja, se celebra con cierta manía ‘el año nuevo’, como es el deseo de renovar ciertas esperanzas y cumplir propósitos que nos permitan seguir caminando a buen paso, mientras vemos cómo crecen los nietos y cómo los sobrinos se van reproduciendo, al tiempo que la rueda de la fortuna sigue girando y dando de vueltas sin importar la altura que, a veces, nos da vértigo y nos hace quedar mal, como sucedió con las novias de la adolescencia o como un día con el hijo en una Feria en San Diego, que no se le olvida cuando vio cómo gritaba su padre para que lo bajaran mientras que él, feliz, se mecía entre el vacío y a la posible caída libre.

Este año escogimos pasar unos días en Las Camelinas en Nuevo Vallarta y, estando ahí, me di cuenta lo afortunados que son los tapatíos que tienen a tiro de piedra la Villa de Chapala, la Sierra de Tapalpa, las playas de Manzanillo y toda la Costalegre con vista al Pacífico como este lugar que convertimos hace casi 30 años de ser un hotel en plena decadencia, a ser un resort (o resorte como transcribía una secretaria de La Plaza): da al mar que hipnotizados vemos y oímos el ritmo de las olas, según viento y marea, para caminar por su orilla si baja la marea, recordando el poema de José Gorostiza:

No es agua ni arena
la orilla del mar.

El agua sonora
de espuma sencilla,
el agua no puede
formarse la orilla.

Y porque descanse
en muelle lugar,
no es agua ni arena
la orilla del mar.

Durante las vacaciones tomamos ese respiro bien ganado (como lo creo), después del diario fatigar por cosas, algunas banales, como las que nos rodean, mientras imaginamos qué podrá pasar durante los próximo 12 meses, tratando de adivinar, como magos, si lo planeado se podrá llevar a cabo, incluyendo las travesuras que no hace el azar, cuando mete la pata o nos premia, pero que, sin duda, forma parte de la vida misma.

Sentir durante las vacaciones cómo cambia el ritmo de vida y pasamos del galope al trote y luego al paso, aunque el corazón palpite al recordar aquellos momentos que han sido una marca en nuestra vida amorosa y nos damos cuenta cómo es que ha pasado el Tiempo con sucesos que medimos ahora por décadas.

Al atardecer, nos vamos a esa ‘orilla del mar’ para disfrutar del juego de colores, respirar hondo, ver a las gaviotas que regresan a su casa y de pronto se clavan para merendar algo antes de dormir, o a los pelícanos que planean sobre la cresta de la ola en ordenada fila india, mientras escuchamos los tumbos sobre la arena, antes de que se apacigüe el mar y el cielo se vaya pintando de colores para que el Sol se esconda en estas fechas invernales.

Cuando se esconde, entonces sale la Luna (llena en Navidad) por las cumbres de la Sierra Madre Occidental, como si fuera su vestidor donde se acicala, para salir roja de vergüenza, antes de palidecer, brillando para recorrer el espacio, en forma de arco o como perla, con Venus como uno de sus aretes e infalible compañera y Marte, a distancia, sin parpadear, entre las miles de millones de estrellas como las que vi un día en el Observatorio de San Pedro Mártir en Baja California.

Sí, efectivamente, ‘no es agua ni arena la orilla del mar’.

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