Jueves, 28 de Marzo 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Atmosféricas. Huele a muerto. Aquí es Jojutla, Morelos, un pueblo de 18 mil habitantes. El temblor fue despiadado. 42 bajas, más cientos de heridos. La plaza principal es el centro de las operaciones, y el kiosco –horrorosa creación moderna- está condenado a la demolición. Unas cuantas rosas languidecen, mientras los soldados permanecen tensos, expectantes. Un puesto vende, interperrito, cocacolas y mazapanes y cigarros. La gente tiene el aire alucinado, ausente. El Palacio Municipal está herido; una esquina se cayó, y el reloj del remate se esfumó. Será por eso que nadie parece muy bien saber la hora que es, que el pueblo entero marcha como a distorsionados ritmos tristísimos.

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Los traxcavos demuelen manzanas enteras de casas condenadas. En una de ellas, una imagen ladeada de San Martín Caballero puesta en un nicho fracturado da cuenta de una íntima piedad por ahora, y sólo por ahora, derrotada. Utensilios domésticos, humildes muebles, vigas trozadas: lo que queda del desastre. Asoma el cielo plomizo entre lo poco que permanece del tejabán nutricio. A saber cuántas generaciones de niños aquí aprendieron del mundo, se acogieron a la protección paterna, y verán ahora desaparecer cualquier vestigio de todo ello entre una nube de polvo. Dicen que el nobilísimo adobe tiene la culpa de tanto derrumbe, y así, las casas centenarias están todas destinadas a la liquidación radical. Pero hay que tener cuidado, ser atentos, saber qué recuperar y qué hacer nuevo. Y luego ofrecer cuando se necesite casas dignas y sólidas, capaces de abrigar los pasados aprendizajes.

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La capilla, de la que nadie parece acordarse de la advocación, quedó hendida por el rayo del terremoto. Ahora es dos mitades que buscan abrazarse otra vez. Las bóvedas yacen por el suelo, la torrecita se desvaneció. La gente ya se cansó de voltear a verla, de ver en ella la cifra de su pérdida. La parroquia prácticamente desapareció, quedan nomás algunos muros de la piedra negra de la región. La iglesia nueva, bastante moderna y tétrica, parece haber resistido. Sobre la capilla y tantas otras edificaciones religiosas lastimadas: habría, tal vez, que consolidar y preservar lo que quedó en pie. Y edificar a su alrededor naves de bambú, de materiales livianos, que vuelvan a la vida sus funciones de manera modesta y expedita. Evitar esos criterios historicistas que insistirán en larguísimas y muchas veces imposibles “restauraciones” textuales y pacatas. Y costosas. Con las naves de bambú, las capillas pronto seguirán con sus cánticos y sus consuelos, tendrán una nueva vida, proclamarán la Gracia frente a la adversidad de las tragedias.

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El arroyo sigue corriendo, impasible. Hasta aquí llegan y pasan los desechos de Cuernavaca, la de Lowry. Aguas turbias y venenosas, pero nunca, Heráclito, será el mismo río. A su lado, una considerable tienda de cervezas con una vivienda arriba cayó torpemente de rodillas. Es el arquetipo de la usura y la imprudencia, del desprecio por el orden natural y la estupidez de poner una construcción en lugares de alto riesgo. Al poco andar están los lavaderos comunitarios, intactos, anegados. Interrumpidas ahora las conversaciones que allí han sucedido por muchos años, las noticias y los chismes o los enconos, las risas claras, los niños jugueteando alrededor. Los lavaderos son un inapreciable balcón sobre el río, sobre lo que queda de la amable o amenazadora presencia de sus aguas. Como es costumbre, están dispuestos en alegre zigzag y dan una lección de sensatez y cordura, esa que tanta falta le hizo al pueblo desde que la modernidad de pacotilla y usura llegó a arrasarlo por décadas de corrupción y simple tontería. Porque aquí, como en tantos pueblos mexicanos, sucedió una gravísima fractura. Llegó el momento, a fuerza de amnesia, televisa y corrupción, en que todo comenzó a pudrirse. Se cortaron y olvidaron las sabidurías ancestrales que supieron construir una vida digna, una arquitectura apropiada. Llegaron los materiales deleznables, los modos cuachalotes y baratos, la construcción deficiente, la contaminación: la fealdad abismal que todo esto resume. Y aun así, quedan fundamentales destellos de belleza y sentido, por aquí y allá. La genética de Jojutla, su esencial ADN. Como en los lavaderos.

Habría que pensar en tomar al río como la espina de renovación del pueblo, como su fluida columna vertebral. Todo un corredor acuático, natural, saneado, vuelto un bosque de galería, los terrenos aledaños e invadidos recuperados. Y entonces, un malecón todo a lo largo, bancas y estancias, juegos de niños, plazas y rinconadas para que la gente descubra otra vez la maravilla de la que es dueña y que tanto ha ignorado y maltratado. Un corredor verde que mande tentáculos de abundantes arborizaciones por todas las calles del pueblo, y a lo largo de las cuadras, paseos y portales, nuevas viviendas con usos mixtos, pavimentos adecuados. Retener a la población, restaurar barrios y vecindarios, invitar a nuevos vecinos que requieren de techo.

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Ingenio de Zacatepec. El inmenso chacuaco una vez más resistió al temblor. Altísimo y orgulloso, está sin embargo lastimado. Su remate cayó, y una herida triangular en su fuste hace temer por la subsistencia de este hito impresionante, esta marca definitiva de la fecunda región cañera. Es imposible ahora saber si el ingenio estaba en funcionamiento, o si desde antes lo había detenido el fracaso. Pero lo que es definitivo es que esta inmensa y muy bella factoría azucarera es un símbolo fundamental, humano y arquitectónico, para todo el contorno al que de alguna manera regía y gobernaba. Rehabilitarlo, aprovecharlo inteligentemente. ¿Escuelas de oficios, equipamientos complementarios, talleres, viviendas, hostales? Habrá que saberlo.

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Sesión interminable: planos, datos, fotos, trazos, croquis, dibujos: tan poco frente a tanta tragedia. El jardín, indiferente y peinado, atestigua la angustia. Entender la región, situar al pueblo, dar algún sentido a su vinculación con otros pueblos, con el territorio y sus posibilidades, situar con dolorosos puntos rojos los derrumbes y los estragos. Y partir de allí. Porque hay que tomar partido; alguien, con urgencia, tiene que hacerlo. Y entonces: volver a Jojutla, y a partir del desastre, animarse a concebir la ciudad ideal. Nada menos. Un modelo, una reparación y una restitución, una propuesta frente al futuro. Alguien se acuerda del viejo Vitruvio, del terremoto de Lisboa, de los hermanos León y Rob Krier y sus planteamientos diáfanos y sensatos, muy bonitos y lógicos. Entonces aparece un primer partido: recuperar el tejido humano y urbano básico, rescatar el río y volverlo otra vez el alma de una relación saludable con todo el entorno, introducir nuevos, dilatados portales, hacer plazas y jardines, darle al pueblo retenciones que salven el valioso territorio circundante, darle mayor densidad, conectividad, resistencia constructiva. Reedificar o introducir infraestructuras, reparar las escuelas y los centros comunitarios, proponer viviendas adecuadas, económicas y seguras. Levantar nuevos hitos. Una nueva ciudad que pueda alzar la bandera de lo que deberá venir, la ciudad de la solidaridad y la justicia, la de la seguridad y la sensatez, la de –sí claro- la belleza responsable y contemporánea. Los dibujos avanzan, la angustia atenaza.

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Interludio: el jardín prodigioso. Es el contraveneno ideal, el lugar de algún, vasto, consuelo. Se abre un viejo portal, don Ángel, el guardián del lugar, será el Virgilio de esta errancia, acompañado por sus dos fieles perros. El pasmo de la belleza absoluta hace enmudecer, y los arquitectos deambulan aturdidos. Un jardín y un bosque, la selva oscura, el paraíso terrenal. Canales de agua cristalina discurren a lo largo de las calzadas, se remansan en otros manantiales, centellean y se alejan. Alamedas interminables. Una catedral de bambú sorprende por su leve majestad. Aquí allá árboles derrotados permanecen, y los mástiles de altísimas palmeras muertas hacen señales indescifrables e inquietantes con sus combas elegantísimas. Al fondo, la casa abandonada guarda un aire entrañablemente familiar. Dos volúmenes prismáticos, severos, de proporciones ceñidas, justas. Ventanas reticentes en su potencia. Por un vidrio roto, sin embargo, se mira un suntuoso e intacto gran candil veneciano. Vuelta a caminar: pequeños hallazgos prodigiosos, floraciones insólitas, milagros humildes. Y el agua, que es la reina y el alma, sigue corriendo, y nadie habrá de atraparla. Lección indeleble: aquí está otra vez la clave contra la insensatez, la enseñanza de la naturaleza y de la sabia mano que la supo gobernar. Este es un potente remedio contra la tragedia: volver a Jojutla un dilatado jardín, aprovechar la nobleza del clima, la increíble variedad de las especies, su capacidad para generar un contexto más propicio, para encontrar –otra vez, y obsesivamente- la belleza extraviada y urgente.

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Arte de combate. Otra vez, los Capetillo son convocados al frente. Ir a Jojutla y entender, como cualquier colectivo de artistas socialmente comprometido –por esta vez- debiera de hacerlo. Darse cuenta de la emergencia, de la tragedia, de la pertinencia requerida para cualquier intervención artística. Y entonces tener claro el objetivo: llevar y dejar en Jojutla –en tantos pueblos también- la función social y estética del arte de adeveras. Algo que convide a otra dimensión, que intrigue y levante sobre la dureza de la vida. Hitos que marquen la reconstrucción y la esperanza, símbolos que transmitan la resistencia ante la adversidad, la posibilidad del gozo, la medicina de la armonía. No debiera ser imposible, y la gente, tal vez sin saberlo ahora, mucho lo necesita: al arte, al mejor arte. Piezas hechas con escombros y vestigios, nada importado de fuera del campo de batalla, todo a partir de la transfiguración de esta aparente derrota. Así, la tragedia llama a los Capetillo, a los artistas: no de bufones ni protagonistas, sino de enviados de la belleza y las preguntas sobre lo que vendrá.

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Al término de una jornada, empolvados, enlodados y desollados por la tristeza, los arquitectos se reúnen bajo la palapa (potencialmente) asesina del jardín peinado. Una muchacha española apenas puede con su alma. La extraña gripa de la tragedia hace estragos. Se habla de calenturas y pesadillas, de insomnios bajo el volcán. Al primer trago ya todo mundo está borracho, la música sube de volumen, alguien baila. Es el velorio, the wake, por nuestros muertos y desaparecidos, por los ausentes que se quedan en la fodonga protección de sus comodidades, y desde allí tiran netas. Nadie parece muy bien saber qué está diciendo y menos lo que los otros dicen. Puede ser que alguien rece. Los distintos humos suben al cielo impasible y un perro da vueltas como perdido y sin collar. Es el destacamento de los que se animaron a ir a partirse la madre contra la adversidad, a buscar qué y cómo. Sin arrogancia ni ánimos redentores de ningún tipo: con sencilla determinación, con la convicción de que en algo se puede ayudar. Saben muy bien que son los privilegiados de la tierra, que no tienen ningún derecho al patronazgo o la superioridad. Y bailan en su amargura por lo poco que se puede hacer, en su esperanza de que sea algo. Apenas algo.

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