Miércoles, 24 de Abril 2024

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Blanca Martínez Cano

Por: Maya Navarro de Lemus

Blanca Martínez Cano

Blanca Martínez Cano

Este texto escrito por la creatividad de la Catedrática Blanca Martínez Cano, historiógrafa de profesión, su erudición le permite, impartir clases, conferencias, talleres de historia, religión, y es una humanista de convicción. Los historiadores escriben, Blanca investiga qué callaron u omitieron para tener una versión más real. Como escritora, encontró su tiempo, como escribiriera, Baltasar Gracián, “El Discreto”: “Haya vez para lo serio y también para lo humano, hora propia y hora ajena, Toda acción pide su sazón”. (1601-1658).

“Trato inultamente de quitar la cera hirviente que me hiere los dedos. Parece imposible controlar los sobresaltos que me provocan los aullidos de la fiera. ¡Otra vez! Suelto la vela junto con la luz, se extingue la última brizna que me quedaba de valor. Tiento las mohosas paredes con urgencia, decidido a salir lo más pronto posible de este interminable pasillo. Avanzo atropelladamente sintiendo en mis entrañas la lucha entre el deber de seguir y el deseo de salir huyendo. Siento la boca seca y dudo si pudiera pedir auxilio en un momento determinado. El sudor frío en mi espalda me avisa con cierta premura que ya llegué a su celda y aunque no puedo ver claramente el interior de la estancia, el tufo me alerta sobre la espera.

Por lo que he oído, a la pobre le vendría mejor un exorcismo que una absolución. No es la primera vez que pasa y parece que en estos días ha estado peor. Me dijeron que no ha permitido que nadie se le acerque y lo que veo dentro lo confirma. Todo este desorden no puede anunciar nada bueno. ¡En mala hora me encomendaron que la confesara!

Entro en silencio buscándola entre las sombras. Piso restos de comida pútrida, aunque intacta. ¡Otro grito! Retrocedo, pero noto que algo es diferente, esta vez, más que un alarido es un gemido desgarrador, terriblemente triste. Me encomiendo a Dios y recobro mi entereza.

Me acerco a las puertas del infierno con el corazón saliéndoseme por la garganta y el crucifijo lastimándome las manos, dispuesto, nuevamente, a batirme con Satanás si es necesario, cuando me doy cuenta de ese cuerpo pequeño y frágil; sucio y maltratado; cansado, infinitamente cansado.

Sus ojos parecen muertos, las ojeras son del mismo color de las venas que casi revientan en sus sienes. Ella murmura en un rincón apretando y mordiéndose los nudillos sin piedad, pero me puedo dar cuenta de que sigue saliendo ese ruido de hojarasca de entre sus labios.

Me acerco sin respirar y suspiro aliviado al verificar que está rezando. Me inclino con cautela y puedo escuchar el rumor de una letanía monótona, como en una procesión, aunque no logro identificar su plegaria. Me concentro en ella y las palabras empiezan a unirse, una a una, como las cuentas de un precioso rosario.

—Infanta de Castilla y Aragón. Su Ilustrísima Señora la Archiduquesa de Austria. Su Majestad la Princesa de Asturias. Su Excelentísima Señora la Duquesa De Borgoña y Brabante. Madre de su Excelencia Don Carlos. Su excelentísima Señora la Condesa de Flandes. Su Real Majestad de Castilla, de León, de Galicia, de Granada, de Sevilla, de Murcia, de Jaén, de Gibraltar, de las Islas Canarias y de las Indias Occidentales. Me conmuevo al darme cuenta de lo que recita y me decido a tratar de incorporarla. Trato de encontrar en su mirada algún resto de cordura, pero sólo encuentro, tras sus pupilas veladas, naufragios y abandonos, ausencias y desamor; cadenas que bien sabe no puede romper.

Cada parpadeo parece un telón abriendo y cerrando sobre la misma trágica escena que la mantiene en este estado. Ya sentada en esta silla parece una delicada marioneta con los hilos cortados. La veo más de cerca y me doy cuenta de ligeras laceraciones en sus mejillas y cuello, pero es su mirada, su interminable mirada, la que realmente me duele.

Trato de consolarla diciéndome suavemente: —Sí, Su Majestad, usted es todo eso— grandísimo error.

Lo último que veo es la fiera arrojándoseme sobre mí, vociferando atormentada: —Y, entonces, ¿por qué él no me ha querido ver? ¡Porque Felipe no me puede querer? Brama enloquecida mientras trata de sacarme los ojos con sus finísimos dedos”.

A Juana La Loca (1479-1555)

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