Jueves, 09 de Octubre 2025
Suplementos | El mobiliario público es de todos, aunque a veces nos lo apropiamos de manera exclusiva

Robos hormiga

Nadie echará de menos las pequeñas cosas cuya ausencia hará decaer la imagen de la ciudad

Por: EL INFORMADOR

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GUADALAJARA, JALISCO (14/SEP/2014).- Durante años no hubo teléfono en casa y mis llamadas debía hacerlas desde aparatos públicos en la calle. Soy lo suficientemente viejo como para haber usado (y lo hice hasta el hartazgo) los teléfonos con vivos de color naranja que estaban anclados en las esquinas y funcionaban con moneditas de 20 centavos (y de los que proviene la expresión “ya me cayó el veinte” referida a la súbita comprensión de alguna idea que se nos resistía y que me temo que ya sólo es entendida a cabalidad por quienes ahora peinamos canas).
 
Llegó el momento en que el gasto en veintes me pareció excesivo (me pasaba horas allí, en la adolescencia, en charla con la novia en turno o los amigos) y decidí eludirlo. Recurrí al truco barato, digno de Don Gato, de atar la moneda con un hilo y volver a jalarla fuera del teléfono pero, al menos a mí, jamás funcionó: el mecanismo rompía el cordón cada vez y la humillación resultaba inmensa pues no era, en suma, capaz de hacer bien algo que hasta al aturdido del gato Cucho le salía perfecto. También probé a darle de golpes a la caja que concentraba el dinero y nomás conseguí torcerme la mano.

Algún vival más hábil que yo consiguió, sin embargo, lo que me fue imposible: de algún modo rompió un compartimento interno en un teléfono que estaba afuera de unas oficinas municipales zapopanas, y las llamadas enlazaban sin problema pero, a la vez, las monedas que uno echaba por la ranura volvían a caer al alcance de la mano por la puertecita de las devoluciones. No sé a cuánto habría equivalido en pesos el número descomunal de veintes que me ahorré en los felices meses que el aparato estuvo así, baldado, pero debió ser una cantidad interesante (en una medida de la época, quizá me habría alcanzado para unos tenis). Creo que pasaron años antes de que me diera cuenta plena de que aquello había sido un robo (dejo de lado que, además, maltratar un teléfono público es, sin más, vandalismo).

Como robo fue aquel que se produjo una noche en que, mientras estaba yo justamente en el teléfono, un hombre de unos 60 años, bien vestido, bajó de su camioneta y se echó al bolsillo una docena de focos que desenroscó de un adorno luminoso que unos empleados habían colgado fuera de la dichosa oficina a manera de decoración para las fiestas patrias. Había hileras de bombillas verdes, blancas y rojas y el tipo cargó con toda una línea de las blancas. Antes de irse notó que lo miraba. Su explicación no se me ha olvidado luego de un cuarto de siglo: “Pues ya ve, que aquí tienen los focos así, sueltitos, y me dije ‘pues me llevo unos’; así, nomás por llevármelos”.

Otra noche pasó algo, si cabe, más exótico: una chica bastante guapa, no jovencita pero lozana, asomó por ahí. Llevaba unos shorts de mezclilla de esos que resultan del recorte más o menos inepto de unos pantalones largos y a los que les colgaban de las perneras una multitud de hilachas. Estuvo curioseando por los alrededores y terminó por fijarse en un cesto de basura grande, plástico, que había allí, con bolsa y todo. Yo seguía en el teléfono pero me apresuré a colgar, con la idea de que la mujer querría hacer alguna llamada. Craso error: lo que hizo fue tomar el cesto de basura, cargar con él y marcharse, contoneándose y muy satisfecha. No sé si por mi falta de civismo de aquella época o por asombro pero no fui capaz de intervenir. Desde entonces tengo la idea fija de que no tenemos remedio.

Tapatío

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