GUADALAJARA, JALISCO (21/AGO/2016).- Mañana, lunes, regresarán a las escuelas los varios millones de chamacos que cursan la educación básica y que han andado regados durante las recientes semanas entre sus casas, las de sus parientes y amigos y esos “cursos de verano” que parecen pensados para servir como guarderías emergentes, para alivio de progenitores trabajadores o demasiado ocupados. Volverán, pues, los embotellamientos vehiculares matutinos (y vespertinos), los autobuses urbanos repletos y las aglomeraciones que demuestran que el receso veraniego (para quienes tuvieron la suerte de gozarlo, digo, porque otros nos quedamos laborando en el escritorio como si nada) ya pasó.Una de las consecuencias más visibles de la llegada de este momento del año es que las papelerías se convierten en espacios caóticos y tan abarrotados como salas de aeropuerto costero cuando se anuncia que vendrá un huracán. Aunque cada vez son más las escuelas que ofrecen la posibilidad de surtir las listas de útiles necesarios en sus propias instalaciones, aún son multitud las que solamente emiten sus propios listados y arrojan verdaderas jaurías de padres y niños en su busca.A unos metros de mi casa hay una papelería. El resto del año, sus propietarios deben prodigarse en toda clase de mañas para no hundirse: ofrecen computadoras con internet para los que quieren sentarse a chatear, regalitos del 14 de febrero para los que no saben qué comprarle a la novia, tarjetas navideñas para los muy olvidadizos o muy codos, etcétera. Pero en estas fechas hacen, literalmente, su agosto: además de surtir las listas escolares, forran libros y cuadernos con papel de colores y plástico. Ese proceso infernal, que ha provocado las agruras y sudores de varias generaciones de padres de familia, es uno de sus grandes negocios cada verano. Uno les deja el costal de útiles y un anticipo a los dependientes y uno o dos días después se encuentra con los libros y cuadernos listos, perfectamente revestidos, con etiquetitas identificadoras y toda la cosa. Es una maravilla. Otros padres, claro, no quieren (o pueden) gastar en eso y ahí andan, con sus plásticos adhesivos o con el plástico normal, tijeras y unas tiras de cinta, tratando de hacer lo mejor que se pueda, con resultados impredecibles.Creo recordar que antes no era así. Las madres de varios de mis compañeros de primaria, allá en los años ochenta, terminaban por convertirse en verdaderas artistas del forrado. Los niños de familias conservadoras, que eran los más, lucían cuadernos y libros con una estética elegante y sobria. Los de familias más progres (o los hijos de esos padres que dejan que sus niños hagan lo que quieran) eran vistosos y coloridos. Uno sabía quién era hijo de padres con problemas de tiempo (era mi caso: mis padres estaban divorciados, mi madre trabajaba y yo mismo me hacía cargo del forrado escolar) porque sus cuadernos quedaban, en el mejor de los casos, decorosos y, en el peor y más frecuente, como unos Frankenstein. Un servidor, debo confesar, se hizo experto en rescatar, lavar y reutilizar forros usados porque ya estaban cortados a la medida, aunque opacos, rayados y no pocas veces sebosos por efecto de su vecindad con lápices adhesivos y pegosteones de papel lustre y por el consumo de dulces y papitas adobadas del propietario...Eso sí: al menos en mi escuela (pública y federal), los que llevábamos los útiles hechos un desastre éramos una absoluta minoría. Haber pertenecido a aquella calaña me ha vuelto un adepto a los servicios de forrado de la papelería. Encuentro un cierto gusto redentor en que mis hijas lleven sus libros y cuadernos forrados a la perfección. Mi psicoanalista suspira, lo sé, pero los de la papelería lo agradecen calurosamente.