Jueves, 09 de Octubre 2025
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Probar y reprobar

Se terminaron las clases. Son estos días de festivales de fin de año

Por: EL INFORMADOR

En la escuela. Aunque las clases se terminen, para 'una pequeña legión' siguen de una forma u otra. EL INFORMADOR / M. Vargas

En la escuela. Aunque las clases se terminen, para 'una pequeña legión' siguen de una forma u otra. EL INFORMADOR / M. Vargas

GUADALAJARA, JALISCO (10/JUL/2016).- Se terminaron las clases. Son, estos, días de festivales de fin de año (esos bailecitos colectivos siempre fuera de compás, esas “dramatizaciones” recitadas por chamacos indiferentes) y de recibir las boletas de calificaciones. Para el niño que sacó adelante el programa escolar, llegan unas semanitas de ocio y, con suerte, alguna salida al mar, al cerro o, aunque sea, al pueblo lodoso de los abuelos. Para los que se hundieron en el remolino de las materias, comienza el terror.

Tengo la suerte de que mis hijas sean del grupo de los que sacan diez y nota. Y compadezco con toda sinceridad a quienes tienen hijos que no aprobaron las materias y andan ahora mismo en exámenes extraordinarios (si es que van de secundaria para adelante) o, peor, que tronaron y deberán repetir el año. Nunca, lo confieso, me fui a un extraordinario por motivos académicos; varias veces, eso sí, por faltas (y muriéndome de rabia por los criterios disciplinarios que dan por sentado que alguien que sabe lo suficiente de una materia como para aprobarla pero que no se arranó a escuchar cada una de las clases merece irse a extraordinario). Me temo que los chamacos que andan en las mismas son una pequeña legión.

Otros forman parte del grupo de quienes tienen que superar obstáculos heroicos para estudiar y a los que los maestros más sensatos suelen echarles la mano: los que no tienen para comprar los materiales de las tareas, los que trabajan y no pueden pararse a las clases, los que se la pasan pidiendo prestados apuntes y lápices porque no poseen suficientes cuadernos ni útiles. O aquellos que están metidos en líos familiares de tal calibre (miseria, violencia, abandono) que es un milagro que vayan a la escuela y algo se les quede en la cabeza. Y, desde luego, quienes deben sobreponerse a una discapacidad o un problema de salud para estudiar.

Y ya al final, imposibles de toda redención, están los chamacos que no tienen issues de salud ni económicos, cuyos padres hacen lo que pueden, y de todos modos salen de la escuela con la cabeza en blanco, tal como entraron a ella. Yo tuve uno de esos como compañero de banca. Se llamaba Ernesto. No sólo era bruto sino que se esforzaba en mostrarse antipático y arrogante. Por si fuera poco le iba al América y, a mitad de los años ochenta, eso significaba pasarse la vida restregándoles las victorias a los demás.

Ernesto no era capaz de aprenderse los nombres de los Niños Héroes ni la fecha de la Independencia. Ignoraba cabalmente las tablas de multiplicar y contaba con los dedos. Le hacía el feo a letras tan ilustres como la hache y la jota y no las utilizaba en sus textos. Su principal pasatiempo consistía en levantarles las faldas a las niñas y echar a correr luego por los pasillos. Pero tenía un arma secreta: su tía era profesora en la escuela. Creo que su caso fue el primer contacto que tuvimos con el concepto de “impunidad”. Aunque académicamente era un cero a la izquierda y aunque era la persona más desagradable del mundo, nunca reprobó una sola materia.

Hace tiempo, casi treinta años después de que dejamos de vernos, me pidió contacto en una red social. Sigue sin ser capaz de poner acentos y ni su nombre le sale bien. Eso sí: en su foto de perfil, sale posando muy contento frente a la Gran Pirámide de Egipto. Le di “ignorar”, por supuesto. Hay personas que pasan por la escuela, sí, pero la escuela no pasa por ellas.

Tapatío

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