Viernes, 10 de Octubre 2025
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El lenguaje familiar del pasado estaba, me parece, menos permeado de ciertas suavidades y tonterías que hoy nos parecen inevitables

Por: EL INFORMADOR

¿Qué tiene de malo hablar chiqueado? Ya que la Constitución respalda la libertad, todo se limita al campo de la opinión. ESPECIAL / Scrabble

¿Qué tiene de malo hablar chiqueado? Ya que la Constitución respalda la libertad, todo se limita al campo de la opinión. ESPECIAL / Scrabble

GUADALAJARA, JALISCO (21/JUN/2015).- Mi madre jamás fue partidaria de utilizar con sus hijos ese tipo de lenguaje cargado de diminutivos, eufemismos y apócopes que los especialistas describen como hipocorístico cuando se aplica a los nombres de pila (así, todo un “Ernesto” termina en “Tito”, por “Ernestito”) y los tapatíos definimos desde tiempos inmemoriales como “hablar chiqueado”. Creo recordar además que muy pocos (si es que alguno) de mis compañeros de escuela se expresaban de ese modo. Claro: los ochenta eran épocas más crudas. No era raro que los padres confiaran ciegamente en la impartición de lecciones morales a golpe de cinturón y chancla, ni que trataran a sus crías como a perros de ataque en entrenamiento. Aunque la violencia contra los infantes perdura, los usos sociales que no sólo la permitían, sino que básicamente la recomendaban, han ido erosionándose lentamente. Con todo y este reconocimiento, tampoco está de más recordar que el lenguaje familiar del pasado estaba, me parece, menos permeado de ciertas suavidades y tonterías que hoy nos parecen inevitables.

Aunque el consenso quiere que el lenguaje chiqueado sea más común entre las mujeres, a las que se ha supuesto siempre más dulces y sentimentales que sus contrapartes masculinas, me parece que nuestra época suele desmentir este estereotipo o, al menos, diluirlo notoriamente. Un ejemplo. Salgo a la calle a pasear a mi perra, una beagle de buenos bigotes y con narizotas como las de Snoopy (que es guapa pero tampoco es que parezca un muñeco de peluche) y un tipo de unos cuarenta y tantos con el que nos topamos, que mide dos metros y tiene barbas de profeta ruso, le dice a su hijo de año y medio que camina zigzagueante a su lado: “Mila: uno guaguá”. Me pregunto de inmediato si el hombre se referirá a los gatos como “miaumiaus” y a los trenes como “chucuchús”. Eso sí: en todo caso, dirá eso ante su hijo, amparado en la ternura que le inspira, y nada más. Me parece sumamente improbable que vaya a su oficina y proclame ante su jefa o jefe o lo que sea que tenga: “Acabo de pasear a mi hijo Jerónimo y vimos uno guaguá”. ¿O no?

Hace años tuve a mi cargo una oficina. Uno de los activos más codiciados por el personal que debía supervisar era un pequeño botiquín con cinco curitas, siete pastillas y un frasco de agua oxigenada. Como las píldoras solían ser saqueadas tres o cuatro días por semana, y luego nos quedábamos una semana en blanco hasta que nos enviaban insumos nuevos para sustituirlas, la dirección había decidido que los botiquines permanecieran bajo llave. Y la custodia de esa llave era responsabilidad de los encargados de cada área. Aún recuerdo cómo un tipo de unos 30 años se acercó a mi despacho una mañana y, luego de tocar a la puerta, me pidió prestada la llave. Su justificación era inmejorable: “Es que lele cabeza”. Lo miré con una seriedad inconmovible, como la de la artista del performance Marina Abramovic, mientras le franqueaba el paso a las medicinas. Espero que la pastilla le diera agruras.

¿Qué tiene de malo hablar chiqueado? Ya que la Constitución respalda la libertad de que cada quien hable según le dicten sus circunvoluciones cerebrales, todo se limita al campo de la opinión. Hay quien se escandaliza de que alguien le hable a un perro como si fuera un bebé.  A otros nos parece mal que le hablen a un bebé como si fuera un idiota. Lo cual no evitará, probablemente, que el día que nos pongan uno en los brazos le digamos, babeantes: “Quen lo quele a bebé”.

Tapatío

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