Os pido posada

GUADALAJARA, JALISCO (07/DIC/2014).- La primera posada que recuerdo fue pesadillesca. La organizaron los vecinos de mi abuela, un matrimonio de cierta edad en el que el hombre dedicaba el año a beber tequila y escuchar canciones de Rosenda Bernal y la señora a despiezar pollos y pegar de gritos. No creo que fueran ejemplares pero sí pasaban por muy piadosos y se las ingeniaron para reunir al barrio en torno de su sala. Recuerdo bien que nos pusieron a rezar el rosario antes de repartir vasitos de ponche hirviente. Luego hicieron una representación cantada de la peregrinación de los padres de Jesucristo acompañada por figuras de porcelana, y nos mandaron a los niños a romper una piñata de barro que, al ser destrozada a palazos, se las arregló para dejar algunos tepalcates incrustados en el cráneo del nieto de los anfitriones. Todavía recuerdo sus gritos y el sabor de la mandarina que fue mi único botín aquella tarde. Estaba podrida.

La segunda posada fue mejor. La organizaron en mi primaria y constó exclusivamente de reparto de los dulces que algunos padres de familia y la maestra aportaron para la ocasión. Los alumnos, por nuestra parte, armamos un intercambio de regalos. Yo llevé un librito de esos de “Elige tu propia aventura” (favorito de los niños de mi generación por allá de 1985) y obtuve a cambio otro. La verdad es que el que elegí y mi madre compró para regalar se veía más interesante que el que obtuve pero me fue mejor que a mi amigo Fernando, al que no le llevaron nada y, cuando se inconformó, le regresaron con un moñito el libro que había aportado al intercambio. Con un agregado: rayones de lápiz que la hermanita del destinatario le había agregado durante la única tarde que el volumen pasó en su casa.

Ya para la prepa las posadas solamente obedecían a un propósito que era beber la mayor cantidad de alcohol en el menor tiempo posible. Como todas eran cooperativas y como los preparatorianos, en general, tienen siempre un punto de pobreza, lo usual era ingerir bebedizos infectos, como unos memorables tequilas combinados con agua roja, teñida con polvos de gelatina, que terminamos comiendo a cucharadas cuando la mezcla se cuajó y que a punto estuvo de dejarnos ciegos a varios. Otra consecuencia de la época es que un amigo conocido como el Complejos, que el resto del año era abstemio y tímido, se ponía hecho un loco, bebía y sacaba a bailar a la chica que se dejara, con la consecuencia de que amanecía con novias bastante inesperadas. Aquello tenía su lado bueno porque una vez Complejos se hizo novio de una darkie y los de su círculo de amigos terminamos conociendo a Bauhaus.

A partir del nacimiento de mis hijas las posadas volvieron a convertirse en una fecha de quebrar piñatas, aunque me parece que los rituales religiosos están en franco retroceso y que ahora se organizan meras kermeses. En su escuela, por ejemplo, que es laica, ni siquiera se utiliza el nombre oficial de posada sino el más apropiado de “Festival de invierno”. Hay bailes, abrazos, intercambios, mensajes de satisfacción por el año de trabajo conjunto y de esperanza ante el porvenir. Esto me parece bueno y congruente.

En cambio, cuando los amigotes de la oficina se juntan para echar trago en fechas que van desde la FIL a la Navidad, llaman a aquello posada aunque nomás se trate de atragantarse de whisky y cacahuates japoneses. No es que esté yo en desacuerdo con ello (por algo voy) pero me parece que el nombre de “posada” ya hace mucho que le viene quedando guango.