GUADALAJARA, JALISCO (02/OCT/2016).- El sujeto tripula un poderoso deportivo con acabados de cromo, rayas decorativas que simulan ser las de un vehículo de competencias y repintado de un tono estrafalario de naranja, apenas digno de una playera de Cindy Lauper en 1984. Y decide que el lugar para estacionarlo y ponerse a hablar por teléfono (a gritos, como corresponde a todo macho alfa que se respete) es frente a la puerta de la cochera de mi casa, obstruyendo además parte del carril por la postura sesgada que adopta. Acá debo aclarar que esa puerta y la enredadera que la cubre parcialmente deben emitir alguna clase de pócima hormonal, que atrae por propiedad química a todos los machos alfa retardados que amanecen con ganas de estacionar en lugar prohibido. Así, como abeja en busca de polen, como tantos otros de su calaña antes, aparece el fulano, con ese deportivo patéame-las-pupilas y la camisa abierta hasta bien entrado el esternón.Parece una caricatura de Abel Quezada y no lo sabe. Se contonea, teléfono en mano, y le gritonea a alguien, al otro lado de la línea, con ímpetus de ser el patrón de algo, de algo seguramente modesto, como un comedero donde sirven hamburguesas hechas con pan del súper, pero que le permite darse unas ínfulas de caballero medieval inocultables.Nosotros, tranquilitos, esperamos, a media calle y a bordo de nuestro auto, a que el sujeto se digne moverse ante la inocultable evidencia de que estorba. Pero no: pasan los segundos, se convierten en minutos y el príncipe no da señales de entender que se detuvo donde no corresponde y debe marcharse. La calle está taponada ya, de uno y otro lado, y comienzan a sonar los cláxones, pero el tipo sencillamente no piensa moverse. Bajamos, pues, la ventanilla del auto y le decimos, con serenidad residual, porque la ira comienza a borbotear en el estómago: “¿Podrías moverte? Ya hay hasta fila”.El tipo, en ese momento, se percata del caos que ha provocado al taponar una cochera e impedir el avance de dos columnas de automóviles por el mal estacionado del suyo. Pero el arrepentimiento o siquiera el reconocimiento de su error están muy lejos de manifestarse en su ánimo. Lo que hace es subirle al radio de su nave espacial, que brama una tonada caribeña, y bramar: “¡Me vale! ¡Me valen todos!”. Y vuelve a su aparatito telefónico y al manoteo, pero los bocinazos ya son demasiados y Fuenteovejuna, claro, no va a dejarlo en paz.Y entonces el tipo hace lo que su confuso código ético le dicta como apropiado: pega un arrancón y un volantazo, en reversa, y permite, al fin, el paso. Pero eso no significa que se haya rendido. Insulta a todos y cada uno de los conductores a su alrededor, nos mira con odio a nosotros, que éramos los principales afectados, mientras nos estacionamos, y lanza puñetazos contra su propio volante, como para descargar una rabia excesiva (y justificada).Cuando la calle queda vacía el tipo se larga, con rechinón de llantas y humareda, desde luego. Y yo, ahora, me pregunto: ¿Qué diablos lo enojaba? ¿Que cinco vehículos no tuvieran la paciencia de esperar a que él terminara de hablar antes de desalojar la puerta de la cochera y la calle completa? ¿Qué puede haberle hecho pensar que tenía el derecho o la razón? ¿Nos debe conmover que sus hamburguesas baratas, hechas con pan del súper, no se vendan razonablemente? ¿Debe todavía la mitad del auto ridículo y no sabe cómo pagarlo? ¿Por qué los otros tenemos la culpa de ello? Que dé gracias al destino de que no le hicimos un videíto, porque ahora lo conocerían como #LordDeportivoFeo.