Viernes, 10 de Octubre 2025
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Leones y obsesiones

Dicen los psicólogos que la infancia nos marca y nos deja listos para el diván

Por: EL INFORMADOR

Gracias a 'El león de Esparta' me leí (con bastantes trabajos) aquella enciclopedia en cómic llamada 'Historia del hombre'. EL INFORMADOR / A. García

Gracias a 'El león de Esparta' me leí (con bastantes trabajos) aquella enciclopedia en cómic llamada 'Historia del hombre'. EL INFORMADOR / A. García

GUADALAJARA, JALISCO (08/MAR/2015).- Dicen los psicólogos que la infancia nos marca y nos deja listos para el diván. En mi caso, hacer memoria suele terminar en la ratificación plena de esa petición de principio. La primera película que tengo la seguridad de haber visto en el cine fue “El león de Esparta”, una monserga épica de 1962 y que a unos 18 años de su estreno pusieron, un sábado por la tarde, en el Cine del Estudiante.

Mi padre, que siempre fue un optimista, decidió que lo que quería ver un niño de cuatro años era la carnicería salvaje de las Termópilas, batalla en la que 300 espartanos resistieron el embate de 100 mil persas hasta que los hicieron fajitas. Supongo que el niño promedio hubiera berreado en algún momento, o al menos mirado de modo elocuente a su padre para que lo sacara de allí. Nada de eso: yo me embebí en la matazón, me solidaricé con los griegos, lloré, sí, pero de pena, porque los mataban, y 35 años después continúo convencido de que es la mejor película que he contemplado. En la función, por si fuera poco, sucedió algo que no he vuelto a ver: repentinamente, el celuloide se quemó, se encendieron las luces y, luego de un rato de zozobra y murmullos, apareció en la pantalla una nota manuscrita del cácaro: “Orita se arregla”. Dicho y hecho: luego de un minuto, volvió la oscuridad y continuamos con la proyección. Lejos de parecerme un error intolerable, salí convencido de que el cácaro era un genio.

Debido al dislate paterno (por lo que entiendo, la instrucción de mi madre fue que me llevaran a ver una película de los Muppets o algo semejante), me vi arrastrado a desarrollar una afición, que perdura, por la historia antigua. Gracias a “El león de Esparta” me leí (debo aceptar que con bastantes trabajos) aquella enciclopedia en cómic llamada “Historia del hombre” que vendían en el Maxi. Más tarde, cuando pude leer libros sin dibujitos, me chuté, en una colección de lomos verdes (la estoy mirando en mis libreros), las biografías de Alejandro Magno, Julio César, Aníbal, Atila el Huno, entre decenas más, y hasta una versión de los viajes de Marco Polo.

Esta afición tuvo el efecto positivo de que nunca tuve que estudiar para un examen de historia (materia que, en mis tiempos, estaba enmarcada dentro de otra llamada “Ciencias sociales”, junto con la geografía y los honores a la bandera) porque me leía el libro de la SEP la misma semana que nos lo entregaban y me ponía a compararlo con los que tenía en la casa hasta el punto en que lo aprendía de memoria, con todo y observaciones críticas sobre sus errores. El efecto negativo fue que no ayudó precisamente a que mejorara en materias que no se me daban: por ejemplo, seguía contando con los dedos en sexto de primaria y si dejé de hacerlo fue por la carrilla de los compañeros y a pura fuerza de voluntad (ahora hago algo como cuentas mentales con unas manos mentales con dedos mentales).

Caso contrario es el de mi amigo Nacho, a quien su padre sí llevó a ver a los Muppets. Odió tanto la película, por motivos nunca esclarecidos, que se dedicó con ahínco a las matemáticas y ahora, luego de años de ascensos, es la gran cosa en una consultoría de administración. Me da la impresión (lo vi la semana pasada) de que no abre un libro ni por accidente y que la paciencia no le da para una película entera. Pero es rico. Me temo que la moraleja es que, sí, la infancia marca.

Tapatío

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