Viernes, 10 de Octubre 2025
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Las pirámides de Egipto

Las historias de éxito milagrosas que nos cuentan los vendedores en pirámide son como las anécdotas de casas llenas de fantasmas

Por: EL INFORMADOR

¿Por qué, si los productos piramidales son tan maravillosos no son expendidos en farmacias normales y son ya un éxito? ESPECIAL /

¿Por qué, si los productos piramidales son tan maravillosos no son expendidos en farmacias normales y son ya un éxito? ESPECIAL /

GUADALAJARA, JALISCO (20/JUL/2014).- Cada vez que alguien me ofrece un producto de salud de esos que se venden mediante esquemas “de pirámide”, dejo de tomarlo en serio. Cada vez que alguien me dice “no vengo a venderte un producto sino un estilo de vida”, no puedo evitar responderle que ya tengo uno y que consiste en que cuando quiero decir que no, digo que no (y, claro, procedo a decírselo). Las historias de éxito milagrosas que nos cuentan los vendedores en pirámide son como las anécdotas de casas llenas de fantasmas o los chismes sobre la hospitalización más reciente de Alejandro Fernández: nadie las atestiguó pero todos conocen a alguien que conoce a alguien a quien apodaban el hombre-lobo y que, luego de tomar unas tabletas que consisten en medidas similares de azúcar, colorante y benzoato de sodio, ahora parece Leonardo Di Caprio.

¿Por qué, si los productos piramidales son tan maravillosos y los inventó un científico ucraniano que hace ver a Einstein como un pelmazo, no son expendidos en farmacias normales y son ya un éxito? Ah, responde el converso al esquema piramidal (que nunca es médico ni cosa semejante) porque hay una conspiración de los farmacéuticos y el gobierno. ¿Y si hay una conspiración, cómo es que es legal vender el producto mágico en empaques industriales, con logotipos y hasta registros de salud que los califican como “complementos alimenticios” y cómo es que, cuando uno consigue inscribir a cien en su esquema de venta, se gana un viaje en crucero? ¿No se corre el riesgo de que los farmacéuticos hundan el barco a cañonazos? Como podrá suponerse es el cuento de nunca acabar, porque la única respuesta posible a estas preguntas es que le arrojen a uno a la cabeza una caja llena de coloridos botecitos de plástico.

Recuerdo que la primera referencia a este tipo de milagritos encapsulados la oí como a eso de los cinco años. Una vecina le dio una muestra gratis a mi madre de unas pastillas fabricadas a base de algo llamado “alga espirulina” que contenía, según la explicación, más proteínas que la carne (lo mismo se decía del pulque, por lo que imagino que debía ser la obsesión predominante en la época). Así, durante una corta temporada, en casa pasamos de consumir la famosa Emulsión de Scott (un aceite de hígado de bacalao que se les daba a los niños para que crecieran), a echarnos las cápsulas dichosas, que eran verdes y sabían discretamente a jabón. No deben haber sido la gran cosa porque igual me quedé chaparro.

Al poco tiempo, una amiga le explicó a mi madre que en realidad el “alga espirulina” era buenísima pero en forma de crema para las arrugas y las estrías. Cuando la pomada que la amiga terminó colocándole como muestra gratis desapareció del estante, fui interrogado: mi madre temía que me la hubiera comido untada en el pan, entusiasmado por sus propiedades proteínicas. Pero no: a fin de cuentas resultó que Doña María, la señora que limpiaba la casa, confesó haberla usado para intentar curarle la sarna a su perico. Tampoco supimos si  este modo de empleo hubiera dado resultado porque el bicho echó a volar apenas aplicado el producto y no se le volvió a ver.

A lo largo de los años han intentado venderme botecitos coloridos respaldados por historias sobre beneficios asombrosos atribuidos a cosas como el cartílago de tiburón (que fortaleció la virilidad de un actor), el concentrado de alcachofa (que hizo adelgazar a un rinoceronte), y hasta unas misteriosas bayas de Brasil (que hicieron a Pelé mover el balón como un bendito)… Según el proveedor en turno, sus productos lo mismo curaban las caries que remediaban la calvicie, lo mismo estimulaban el apetito lo contenían, lo mismo prevenían el herpes que atenuaban el pie de atleta. Lo único en común es que ninguno me dijo “te vendo estas pastillas”; todos pronunciaron la famosa sentencia: “te vendo un estilo de vida”.

Y la primera muestra era gratis.

Tapatío

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