La trinchera

GUADALAJARA, JALISCO (24/MAY/2015).- Recuerdo mi primera visita a un estadio como otros rememoran su borrachera inaugural, es decir, como un carnaval de incidentes coloridos pero no necesariamente felices. Se jugaba un Brasil-Nigeria, creo recordar, de la primera ronda del Mundial juvenil de 1983 y el estadio, faltaba más, era el inapelable Jalisco. Como, al contrario que buena parte de los tapatíos de mi generación, jamás tuve la menor simpatía por la selección brasileña, que ganó aquel juego 3-0, pasé mala velada. Me di de empujones con el amigo cuyos padres me habían invitado (y que era fiel torcedor), me tiraron el refresco al suelo en la celebración de la primera anotación carioca e hice un sonado ridículo por celebrar como gol un tiro de los africanos que pegó en la red, sí, pero por fuera de la portería. Una experiencia que no me apresuré en repetir.

Supongo  que nunca me repuse, porque he sido poco asiduo a los estadios. Pienso en el Jalisco y se me vienen a la mente puras desdichas. En el mundial de México 1986, por ejemplo, casi soy linchado, junto con los pocos pro-españoles de la tribuna, por atreverme a abuchear a la selección mayor de Brasil (aunque no asistí a la posterior eliminación verdeamarelha, contra Francia, la recuerdo como uno de los momentos más felices de mis años infantiles). Si vuelvo la vista al pasado, creo que mi docena de visitas al Jalisco a lo largo de los años fueron demasiadas y muy rara vez me proporcionaron esas sensaciones gloriosas de las que tantos cacarean los parroquianos habituales.

Sólo un día de mi vida quise estar en el Jalisco antes que en cualquier otro lado del planeta y mi padre no consiguió boletos. Tuve, pues, que ver la final del torneo local de 1986-1987, en la que las Chivas golearon al Cruz Azul y volvieron a ser campeones luego de una sequía de 17 años, medio a escondidas: en la tele de la cocina de una casa donde se celebraba el banquete de una primera comunión, junto con una serie de desconocidos que me triplicaban la edad. Habría vendido los dos brazos por haber estado en un palco festejando los goles de Quirarte y el Yayo de la Torre. En vez de eso, tuve que sonreír en silencio porque los que miraban conmigo el partido eran atlistas radicales y estaban, claro, que escupían fuego. Ni modo.

Ya siendo periodista, en el año 1998, me tocó presenciar en el Jalisco una semifinal entre el Atlas y el Necaxa, que son equipos a los que jamás habría ido a ver por voluntad propia. Creo que es el juego en el que he percibido algo más cercano al “ambiente” del que tanto se habla: hubo porras, gritos, berridos, festejos. Al final, el marcador quedó empatado a uno, los rojinegros fueron eliminados, algunos de sus partidarios se sulfuraron de más y estalló una batalla campal entre porristas y policías. Quiso la suerte que en mi intento de alejarme terminara junto con tres pobres almas que apoyaban al Necaxa. Fuimos, en lenguaje policial,  “encapsulados” por los agentes mientras los atlistas nos arrojaban a la cabeza latas, botes, monedas y hasta naranjas. Jamás en la vida he estado tan convencido de que iba a morir.  Supongo que pasamos 20 minutos allí pero me parecieron cinco horas. Eventualmente, los exaltados se fueron y conseguimos huir. 

Por eso dejé de ir al Jalisco hace años y también dejaron de hacerlo cientos o miles de personas más. Por eso no me extraña nada el incidente del pasado domingo ni los que, seguramente, sobrevendrán.