Sábado, 11 de Octubre 2025
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La sombra del viajero

Las expresiones de los pasajeros suelen estar gobernadas por cansancio

Por: EL INFORMADOR

En cierto sentido, podría decirse que viajar es puro fastidio. EL INFORMADOR / ARCHIVO

En cierto sentido, podría decirse que viajar es puro fastidio. EL INFORMADOR / ARCHIVO

GUADALAJARA, JALISCO (10/ABR/2016).- Conozco una persona que, en el medio siglo de vida que acumula, nunca se ha subido a un avión. No es un caso inusual, el suyo. Por otro lado, sé también de varios que no se bajan de los aeroplanos y pasan más tiempo en las terminales aéreas que en sus propias casas. Las condiciones económicas mexicanas provocan todo el tiempo este tipo de contrastes: un porcentaje de la población viaja sin parar (ya sea por ocio o negocio) y otro, bastante mayor, difícilmente se aleja de su lugar de origen.

Claro: viajar no es necesariamente un sinónimo de lujo. Los miles de inmigrantes que se dirigen a Estados Unidos suelen hacerlo en medio de privaciones notorias. Los jornaleros agrícolas deben recorrer centenares de kilómetros (y suelen ser transportados en condiciones que harían horrorizarse a las reses) antes de alcanzar las áreas en donde los emplearán y otros tantos para volver a sus hogares. Y ni se diga de los que hacen peregrinaciones religiosos y deben circular por los acotamientos de los caminos o apiñarse en vehículos que los acercarán al sitio donde cumplirán con su manda (y que, cada tanto, aparecen en la nota roja cuando se desbarrancan). Estos son, claro, ejemplos extremos pero dejan claro que, en el fondo, cualquiera que deba moverse de su oficina o su sofá, así sea al pueblo de al lado, corre un riesgo y se expone a todo tipo de situaciones impredecibles.

En cierto sentido, podría decirse que viajar es un puro fastidio. Por más cómodo que pueda resultar un asiento de primera clase en un avión o uno reclinable y solitario en un autobús, por más “salón ejecutivo” al que uno pueda tener acceso para marear las esperas o automóvil último modelo que rente para andar a su aire en el destino de su periplo, lo cierto es que resultaría mucho más fácil y sensato permanecer en donde uno está y no desplazarse a ningún lado. Si la necesidad familiar, sentimental, laboral lo fuerza, pues qué remedio. Pero ¿a quién se le ocurrió que el hecho de viajar es, por sí mismo, un placer? ¿Por qué millones de personas se resignan a convertirse en turistas y abarrotar terminales, carreteras, hoteles, restaurantes, cabañitas y playas en periodos vacacionales o puentes?

Las expresiones de los pasajeros que pretenden abordar un avión son muy elocuentes: suelen estar gobernadas por el cansancio, la ansiedad y el tedio. No es para menos: para subirse a una nave que despega, digamos, a las 10 de la mañana, hay que levantarse a las siete, tomar un taxi antes de las siete y media, llegar a la terminal a las ocho, documentarse (y en ocasiones las filas en los mostradores de las líneas son mortíferas), pasar los controles de seguridad (para lo que es necesario hacer otro par de filas), llegar a la sala de espera apropiada y, claro, volver a formarse cuando lo llaman a uno a abordar a eso de las 10 menos cuarto. Hay personas que tratan de evitar lo más posible estas penurias, pero su estrategia es suicida: consiste en llegar lo más tarde que se pueda, intentar colarse en las filas, darse de empujones en los controles, rogarle ayuda a todo mundo y ver si, en una de esas, consiguen llegar al vuelo antes de que lo cierren. Aunque lo logran en ocasiones, no es infrecuente verlas desesperar y suplicar ante las puertas cerradas y mirar por los ventanales cómo se aleja el avión en el que deberían haber partido. O quizá lo que pasa es que entienden que el mejor viaje es el que no se hace.

Tapatío

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