GUADALAJARA, JALISCO (02/JUL/2017).- Los políticos se disputan la paternidad del Sistema Anticorrupción como si fuera el decreto de abolición de la corrupción en el país. Hablamos de un fiscal autónomo, como ese jurista de hierro que se encargará de perseguir hasta al último sospechoso de corrupción. Lo mismo que decíamos de la autonomía para el órgano de transparencia o la defensa de los derechos humanos. Hablamos de que el Sistema debe ser presidido por un “ciudadano”. Una conquista social fue quitarles a los partidos la coordinación del Sistema. Como si eso nos garantizara de golpe y porrazo la supervisión escrupulosa y pulcra. Y como si no nos acordáramos que bajo la misma idea hemos llenado de “ciudadanos” a los consejos de adquisiciones, comités de participación, consejos sociales, secretariados técnicos. ¿Y la denuncia de la corrupción? Bien, gracias.No dudo que el Sistema Nacional Anticorrupción, y sus equivalentes en los estados, sean un paso en la dirección correcta. Nadie puede estar en contra de Tribunales Administrativos independientes y con contrapesos; de auditorías con “dientes” y rendición de cuentas; de un fiscal que combate la corrupción, y de que los ciudadanos tengamos más información a través de la publicidad de las declaraciones de impuestos, patrimonial y de intereses. Este diseño institucional favorece la aparición de lo que los especialistas llaman: islas de legalidad. Espacios cuasi blindados.Sin embargo, y aquí introduzco el pesimismo, detrás del Sistema Nacional Anticorrupción hay una errada conceptualización de la corrupción en el país y las variables que explican su reproducción. En un brillante ensayo de Anna Person, Bo Rothstein y Jan Teorell, titulado: ¿Por qué fracasan las reformas anticorrupción?, los autores concluyen que su fracaso se debe a que parten de la fe de que existe un “principal” (ciudadano) que va a supervisar y fiscalizar al agente (el funcionario). La idea es simple: entre el ciudadano y el funcionario hay un problema de asimetría de información, por lo tanto, si ponemos al ciudadano a vigilar al político con la información necesaria, automáticamente denunciará la corrupción y el combate a la impunidad será inevitable.En la práctica, dicha denuncia no aparece. Se forman consejos por delante y por detrás, comisiones para vigilar los gastos de Gobierno, y los ciudadanos que los integran deciden callar. ¿O usted ha escuchado que un empresario, que forma parte de un Comité de Adquisiciones de un municipio, denuncie que una licitación es en realidad una compra inducida, con bases de convocatoria totalmente amañadas? ¿O usted recuerda a algún miembro de una Organización de la Sociedad Civil que, como parte de un Comité de Transparencia, haga una rueda de prensa para denunciar que los gobiernos no están luchando firmemente contra la opacidad? Yo no recuerdo a ninguno, tal vez porque los casos se cuentan con los dedos de una mano.Y es que la corrupción no es un problema exclusivo del Gobierno. México es un país que presenta niveles de corrupción sistémicos y sistemáticos. Los grados de corrupción abarcan desde el nivel más pequeño, la típica mordida al agente de tránsito o la propina al operador de limpieza municipal, hasta el nivel más dramático de corrupción: la cooptación del Estado. La cooptación del Estado significa que las instituciones son secuestradas por grupos de poder fácticos: empresarios, líderes políticos, narcotráfico. Si no partimos de una identificación sistémica de la corrupción vamos a seguir tropezando con las mismas fórmulas que parten de premisas falsas.La corrupción es el abuso de poder para beneficio personal. La corrupción es un problema complejo que mezcla impunidad, instituciones de baja calidad, normalización de las prácticas corruptas y un sistema sin contrapesos funcionales. El Sistema Anticorrupción tendrá éxito si empuja a la construcción de un país en donde los medios de comunicación denuncien la corrupción y ejerzan como guardianes de la democracia; en donde los jueces hagan su trabajo sin importar a quien deban juzgar; que el Congreso sirva como un verdadero espacio de contrapeso y fiscalización, y no como el ambiente ideal para la complicidad. Que el fiscal se sepa vigilado y entienda su papel de primer defensor público en el combate a la corrupción. Una ciudadanía activa y participativa que manda un mensaje: los estamos vigilando y presionaremos por sanciones a los corruptos. No hay fórmulas mágicas, para reducir los niveles tan alarmantes de corrupción, México necesita más que un sistema con un comité de participación ciudadana.Podemos poner el caso de España. El fiscal no es autónomo. Los fiscales anticorrupción tampoco lo son. El Poder Judicial está partidizado. No hay declaración 3 de 3. Y, a pesar de ello, la hija del rey se sentó a declarar por un caso de corrupción; toda la cúpula del partido gobernante ha pasado por los tribunales; el presidente del Gobierno tendrá que declarar ante el Congreso por posible financiamiento irregular de su partido; el tesorero del partido gobernante pasó por la cárcel. No hay un secreto español o un gran sistema detrás. Hacen lo “simple”: el Parlamento funciona; los medios de comunicación denuncian la corrupción; la sociedad civil se moviliza frente a los abusos; la corrupción es rechazada socialmente; los tribunales funcionan. La corrupción sistémica que heredó el franquismo fue enfrentada con las institucionales naturales de la democracia. Nunca han pensado en un Sistema Anticorrupción con comités autónomos que a su vez eligen a comités autónomos y estos a fiscales autónomos, contralores autónomos, jueces autónomos. La receta en todos los países que han logrado reducir la corrupción: que las instituciones clave de la democracia funcionen. Las soluciones ya las tenían Montesquieu y Madison hace 250 años: la ambición de uno contrarresta la ambición de otro. Contrapesos reales y auténticos, punto final.