Sábado, 11 de Octubre 2025
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El suelo bajo los pies

Cada quien tiene sus propias anécdotas sobre el pavimento tapatío que son, desde luego, puras historias de horror

Por: EL INFORMADOR

El estado del pavimento es tan malo que cabe preguntarse si no sería mejor terminar de arrancarlo y  quedarnos en terracería. EL INFORMADOR / A. García

El estado del pavimento es tan malo que cabe preguntarse si no sería mejor terminar de arrancarlo y quedarnos en terracería. EL INFORMADOR / A. García

GUADALAJARA, JALISCO (12/JUL/2015).-  Richard es un tipo corpulento, con barbas de corsario y una playera desteñida de los Chicago Bulls. Conduce una camioneta de carga hará sus buenos 20 años. Hace un par de semanas, en medio de una tormenta, su vehículo tropezó con un bache de dimensiones colosales camuflado por la inundación y terminó sin una llanta. Desde ese día Richard usa un collarín. Deberá llevarlo encima buena parte del verano. Como es un optimista, dice que al menos no se quedó tunco. Escucho su historia en la fila del supermercado. Cada uno de los tres o cuatro que oímos hablar a Richard tenemos nuestras propias anécdotas sobre el pavimento tapatío. Son, desde luego, puras historias de horror.

El estado del pavimento en amplias zonas de Guadalajara es tan malo que cabe preguntarse si no sería mejor terminar por arrancarlo del todo y quedarnos en terracería. Ya resulta difícil establecer en cuál de los cuatro o cinco niveles de destrucción en que se encuentran nuestras calles queda más material útil (si es que queda).  Los parches de chapopote se superponen unos a otros y terminan arrastrados por la lluvia. Las tapas de registro y las bocas de tormenta se convierten en trampas para rinocerontes. Hasta las zonas en que se invirtió en concreto hidráulico, que son las menos, lucen rajadas y arruinada. Nuestras calles, pues, se parecen a un pastel mil hojas asaltado por ávidas manos. Un asqueroso pastel.

Hay motivos de sobra, claro, para que estemos en el fondo de este literal despeñadero. El primero es que tenemos una cantidad de vehículos que excede notoriamente la infraestructura de la ciudad. Por si esto fuera poco, las calles en la mayor parte de Guadalajara son de sentido voluntario, con lo que el flujo y el tráfico dependen de lo que se les pegue la gana a los conductores (porque sabemos que los oficiales de Vialidad suelen estar más pendientes de ganarse la vida con las mordidas que de aplicar los reglamentos). En casi cualquier urbe civilizada existen, por ejemplo, horarios y rutas obligatorias para los transportes de carga pesada y mediana: acá circulan por donde sea y a la hora que sea. Basta darse una vuelta por cualquier avenida para mirar a los dobles remolques de muchas conocidas marcas “empoderados”, reinantes, y a la hora que sea ¿Que quiere uno meter un tráiler del jitomate del tamaño de Optimus Prime en la Minerva a las dos de la tarde? Pues lo mete. ¿Que quiere uno entrarle a un paso a desnivel con otro de similar tonelaje? Pues lo hace, aunque pase tan apenitas que hasta se rasguen los letreros de lámina que indican que la altura máxima es de 2.50 o cosa semejante. ¿Cuál es la consecuencia? Tener que darle “lo del refresco” al oficial que atine a llegar.

El resultado del exceso de tránsito y de que muchas calles deban soportar pesos para los que no fueron reforzadas, como el de los dichosos dobles remolques, es que nuestros pavimentos parecen mazapanes y raro es el conductor que no se ha dejado suspensiones, amortiguadores, llantas y columna vertebral en el empeño de llegar a su casa. Y en época de lluvias, como esta, la circulación se convierte en algo similar a una carrera por un campo minado.

Hace unos meses vino un amigo alemán a la ciudad. Aunque se embebió en los murales de Orozco y las casas de Barragán, nada de Guadalajara lo admiró tanto como la imposibilidad de dar con una calle sin baches. Nosotros, malamente, nos hemos habituado ya, como quien se acomoda a una enfermedad crónica e incurable.

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