Viernes, 10 de Octubre 2025
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El niño del tambor

El domingo pasado hice la consabida cola infinita para los juguetes de Navidad. Al menos el que me tocaba pagar

Por: EL INFORMADOR

Lo llevaba en brazos un niño de unos siete años, rubio, con carita de ángel y unos pelitos rizados dignos de un príncipe. ESPECIAL /

Lo llevaba en brazos un niño de unos siete años, rubio, con carita de ángel y unos pelitos rizados dignos de un príncipe. ESPECIAL /

GUADALAJARA, JALISCO (27/DIC/2015).- No sé si seamos minoría los padres a quienes hacer una fila de una hora en la juguetería nos despierta el instinto de Herodes.

No lo creo. Me parece que somos una legión de descontentos que derribaríamos gobiernos si no fuera porque en el momento en que alguien nos cobre el regalo del niño volveríamos de inmediato a casa, a ver si llegamos a tiempo de aventarlo debajo del arbolito.
 
El domingo pasado hice la consabida cola infinita para los juguetes de Navidad. Al menos el que me tocaba pagar. Llevaba en mis manos ni más ni menos que el Halcón Milenario, que no es cualquier cosa. El niño de mi generación que tuvo la versión que nos tocó en nuestras épocas, por allá de 1984, fue el rey incuestionable de las fiestas decembrinas. Su reinado terminó cuando varios celosos hicimos volar su Halcón a través de una ventana del salón de clases hacia las escaleras de la escuela. Nunca volvió a ser el mismo: ni el Halcón, que se quedó cojito, ni el niño, que nos retiró la palabra el resto de la primaria.

Quizá por haberme entregado a esas remembranzas vergonzosas, sufrí un episodio de karma instantáneo: a pesar de que la nave espacial de plástico que tenía en las manos era la última de la tienda, me salí de la fila apenas llegué a ella, desesperado por la longitud evidente y tardanza previsible, y acudí a una tienda departamental vecina, en la que hay suficientes cajas para no tener que esperar más que unos pocos minutos a que a uno le cobren. Pero, claro, el puerco Halcón Milenario ya estaba agotado allí y tuve que volver como un huracán a recuperar el que había abandonado minutos antes. Lo conseguí gracias a la vieja artimaña de haber dejado la mercancía fuera de su lugar natural y conseguir, con ello, que en el caos imperante nadie reparara en ella.

Así sucedió. Cuando volví a la fila con mi Halcón Milenario se produjo un murmullo de ira y desaliento. “Pero si ya no había de esos”, gruñó la mujer acomodada un turno antes que yo. “Clarito me dijo el de la tienda”, completó un sujeto de dos metros, coletita y apariencia de luchador. Tuve que hacer de tripas corazón y decirles que, sí, había tomado del anaquel el último Halcón Milenario de su clase y había tardado en llegar a la fila por andar mirando otros juguetes y no por culpa de un complot. Nadie me creyó, me temo: se quedaron con la idea de que algún dependiente había accedido, por cochupo o amiguismo, a apartarme el chunche. En ese momento se puso a sonar el tambor.

Lo llevaba en brazos un niño de unos siete años, rubio, con carita de ángel y unos pelitos rizados dignos de un príncipe. Era, desde luego, un tirano. No sólo ignoró los ruegos de su madre para dejar de aporrear el tambor (¿quién construye tambores de juguete con forma de cabeza de chango a estas alturas? ¿qué clase de niño lo prefiere a un buen escuadrón de stromtroopers?) sino que aumentó el volumen del aporreo en cada reconvención, consiguiendo ponernos al borde de la neurosis en unos pocos minutos.

Rompo-pom-pom. Eso dice el villancico llamado, justamente, “El niño del tambor”. Rompo-pom-pom. El aporreo no se detenía. Ni las miradas homicidas dirigidas hacia la madre (perdida en la contemplación de su celular) ni las de amenaza al chamaco (que las respondía retadoramente, con un nuevo redoble) fueron útiles. La tortura duró 20 minutos. Al final, mientras me cobraban (ya no sentía los oídos), la madre y el niño llegaron a la caja vecina.

“¿Cuánto cuesta?”, dijo la mujer refiriéndose al tamborcito. “Setecientos pesos”, le respondieron. “Ay, mijo, mejor vamos a buscarte una camisita”, repuso ella. Y se marcharon justo antes que yo. Puro karma.

Tapatío

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