Jueves, 09 de Octubre 2025
Suplementos | Estas ruinas. Antonio Ortuño

Echar el resto

El Año Nuevo es la fiesta en la que uno echa el resto de la carne al asador antes de derrumbarse

Por: EL INFORMADOR

Cada año la vecina no perdonaba la compra de unos calzones rojos y apenas pasadas las campanadas, se salía a la calle a enseñarlos. EL INFORMADOR / ARCHIVO

Cada año la vecina no perdonaba la compra de unos calzones rojos y apenas pasadas las campanadas, se salía a la calle a enseñarlos. EL INFORMADOR / ARCHIVO

GUADALAJARA, JALISCO (03/ENE/2016).- Un amable lector me reclama que este año no he vuelto a contar la anécdota de cuando una novia mía cocinó pavo para fin de año pero le dejó dentro las vísceras y en vez de degustar su guiso terminamos, los convidados, pidiendo pizza, porque el guajolote estaba tostado por fuera pero congelado por dentro y sus tripas parecían un boli de uva. Tiene la razón: he faltado a la tradición de referir la anécdota en la entrega de Año Nuevo de este espacio. Ni modo.

El Año Nuevo tiene algo que invita a la desmemoria. Por lo general, uno llega a esa fiesta tan agotado que lo único que quiere es que termine para irse a dormir y sobrellevar el día más tedioso del mundo, que es el 1 de enero. Pensemos que para una buena cantidad de tapatíos las fiestas comienzan en la FIL, prosiguen con preposadas y posadas, alcanzan un primer apogeo en Navidad y anexas y el 31 de diciembre los encuentra convertidos en momias que caminan.

Un adulto promedio a estas alturas ya se terminó tres cajas de sales de uva, dos de mezcla de bicarbonato y aspirina, una de antiinflamatorios y otra de pañuelos desechables y eso si no le pegó una de esas gripas fulminantes de la época y duró 15 días a base de jarabitos, antibióticos y caramelitos de miel.

Así, pues, el Año Nuevo es la fiesta en la que uno echa el resto de la carne al asador antes de derrumbarse. Pocos son los que llegan enteros al Día de Reyes que además, como se sabe, no es fiesta demasiado popular en estos lares, al contrario de lo que ocurre en la capital.

La cena de Año Nuevo suele ser espantosa. Predomina el guajolote, que es el animal más soso del planeta, y que suele ser cocinado según recetas llegadas de culturas ajenas a nuestra idiosincrasia (por hablar como diputado de la vieja escuela). ¿Pavo relleno de ciruelas? Cualquier torta ahogada de la calle sabe mejor.

Otra costumbre es la de destapar vinos espumosos pero como a casi nadie nos alcanza para el champán o para un cava decoroso, termina uno tragando brebajes a medio camino entre el refresco de lima y el líquido para frenos. Si cree usted que la cruda de ocho cervezas es cosa seria, pruebe a beberse dos botellas de sidra gasificada (y falsificada, porque lo que se expende en la mayoría de nuestras tiendas no merece ser llamado sidra y es una ofensa a la bebida tradicional asturiana): amanecerá tan lúcido como si le hubieran inyectado cemento en el lóbulo frontal.

Caso aparte es el de las uvas, que en muchas familias se insiste en engullir justo mientras suenan las campanadas de la medianoche. Aunque la prudencia indica consumir uvas verdes, pequeñas y dulces, la tradición señala que deben ser moradas, inmensas y llenas de semillitas, para facilitar que el tío Mariano se atragante y haya que darle respiración asistida o volcarle al buche medio litro de aguardiente para que se recobre.

Por si fuera poco, los comerciantes aprovechan el momento para vender uvas que llevan un mes en la bodega y saben a desinfectante como si fueran diamantes. “¿Noventa pesos el kilo? Mejor como aceitunas”. Eso solía decir una vecina muy ahorradora a la que siempre nos topábamos en el mercado durante las compras de la cena. “Para el día primero, Dios mediante, van a estar a cinco pesos kilo”. Y era verdad.

Paradójicamente, la vecina no perdonaba la compra de unos calzones rojos y cada año, apenas pasadas las campanadas, se salía a la calle a enseñarlos, entre risotadas, mientras arrastraba una maleta. Ya se mudó pero todavía la llamamos la Loca de los Calzones.

Tapatío

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