Suplementos | En el Sureste de la ciudad hay un rincón donde muchos han dejado miles de historias Aventuras salomónicas en Plaza del Sol En el Sureste de la ciudad hay un rincón donde muchos han dejado miles de historias y siguen escribiéndolas Por: EL INFORMADOR 6 de julio de 2014 - 02:12 hs Los años 60 vivieron revoluciones y los tapatíos tuvieron una muy particular, la aparición de una plaza comercial pionera. / GUADALAJARA, JALISCO (06/JUL/2014).- ¿Niños: van a querer helados, salchipulpos o zumbananas?”. Eso preguntó la mujer a la tropa de hijos despeinados que la seguían como patitos. Sin voltear a cerciorarse de que le hicieran caso, se lanzó hacia el expendio de guzgueras y, en su apresuramiento por adelantarse en la fila, me dio un pisotón que todavía me arde 25 años después. Como nativo del Suroeste de la ciudad, buena parte de mi infancia sucedió en los pasillos de Plaza del Sol. En tiendas ilustres y ya desaparecidas como Yuvent compró mi madre la ropa y zapatos que utilicé por años. En la no menos egregia y no menos fenecida Librería México adquirí mis primeros ejemplares de Ibargüengoitia, Robert E. Howard y Terry Pratchett; allí, además, encontraba mi hermano los suplementos dominicales a los que debo mis primeras referencias literarias más allá de la biblioteca familiar, ―hablo de una era sin Internet, en la que no era raro que uno oyera los discos cinco años después de grabados y leyera los libros 10 después de escritos en vez de bajarlos, como hoy, a los 22 minutos de que aparecen. Allí, en Plaza del Sol, paseé tarde tras tarde con mi primera novia y, en el afán de invitarle una nieve de mango, recibí el implacable pisotón de la mujer que se abría paso como un tractor para que sus hijos pudieran devorar fritangas antes que los demás. Y muchos más, claro, aunque ninguno tan brutal como el que me propinó la poderosa chancla Doctor Mueller de aquella buena señora. Las aglomeraciones eran legendarias. En vísperas de Navidad, por ejemplo, las filas de pago en las tiendas hacían que mi tía Concha recordara los racionamientos que padeció en la Guerra Civil española,―para reponerse de la impresión se tomaba un preparado típico del lugar que consistía en un vaso de nieve de vainilla rebajada con refresco de cola y que debe haber sido una bomba para los diabéticos, aunque mi tía alcanzó los 92 años tan campante―. Y la cosa era peor el día antes del regreso a clases ―momento que la infancia de quienes ahora somos treintones se producía en septiembre, luego del soporífero informe de gobierno, cuando las papelerías devenían coliseos en los que madres de familia y retoños justaban para arrebatarse de las manos los últimos cuadernos, juegos de geometría y lápices disponibles. Otra aglomeración ritual, si bien menos aparatosa igualmente compleja, era la de niños en la fuente del centro de la plaza, ya que junto a ella solían revolotear algunos globeros de la vieja escuela —de esos que iban para todos lados con su tanque de helio—. Al respecto recuerdo el día, tendría yo unos cuatro años, en que mi madre me compró un globo metálico con un estampado bastante dudoso: una Pantera Rosa con playera de las Chivas. Al contrario de lo que la sabiduría popular prescribía no lo amarró en mi muñeca. Y, claro, se produjo la desgracia: un chiquillo del tipo de los que corretean como dementes apenas les sueltan la mano me dio un caballazo, con el resultado de que solté el globo y rodé por los suelos. En vez de levantarme a protestar, como debí haber hecho, me lancé sobre el responsable y nos trenzamos en una pelea que mi memoria quiere asimilar a las de Bruce Lee, pero que debe haber durado 10 segundos y consistido en unos pocos empujones sin chiste. El otro y yo fuimos separados y, en un alarde de justicia salomónica, me recompensaron la pérdida del globo con el permiso de devorar la mitad del salchipulpo que acababan de comprarle a mi rival. Craso error: el salchipulpo sabía a lo que habría sabido el “Caballo de la sabana” de la canción si a alguien se le hubiera ocurrido cocinarlo, es decir, a caucho diáfano. Lo escupí y a punto estuve de terminar otra vez a los golpes. Para quitarme la mala impresión me llevaron por una nieve. Allá lejos, el globo metálico paseaba por el cielo de Zapopan, que siempre fue de un azul muy convincente. Temas Tapatío Antonio Ortuño Lee También KIVA Inversión inmobiliaria integral presenta Atriva, esencia viva Sociales: Nice de México celebra su 29 aniversario El río Lerma: un pasado majestuoso, un presente letal Sociales: Torneo de golf “Por más sonrisas” Recibe las últimas noticias en tu e-mail Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones