Por favor que nadie vaya a Maito

Miren… En primer lugar, está bien lejos.
Primero hay que llegar a Puerto Vallarta. Hay que cruzar toda la ciudad con sus hotelones y sus agresivos automovilistas (¿Se acuerdan que no hace mucho era un pueblito soñoliento a la orilla del mar?). Bueno; luego hay que ir hacia el sur por la estrecha carretera llena de curvas entre algunos de los paisajes selváticos costeños que todavía se han salvado de los voraces “desarrolladores”.
Son casi 40 Kilómetros de sustos y desvaríos por los que hay que pasar antes de llegar El Tuito, donde, en uno de los portales de la plaza -que está rodeada de casonas  viejas con techos de teja y fachadas naranjas y amarillas haciendo juego con los tabachines- es indispensable probar los taquitos de coachala que ahí sirven; comprar una buena dotación de dulces de tamarindo minuciosamente envueltos en hojas de maíz; y unos cuantos de los deliciosos cueritos de mango o de tamarindo pal`camino.
Después de todos esos malestares -paliacate en nariz y boca para el terregal de la brecha- tendrán que enfrentarse con los casi 50 Km. de brincos, saltos y sobresaltos en el camino de tierra que trabajosamente se dirige a Maito; cosa que tendrán que soportar durante casi dos asoleadas horas entre el polvoriento monte chaparro y las dunas de arena.
Luego, al llegar al maltrecho pueblito… un tétrico mural de calaveras aparece ostentoso, como si estuviera previniendo al forastero de lo que posiblemente sucederá más tarde.
Un pequeño caminito perdido y terregoso, es el que va hasta un hotelito de no más de diez cuartos a cargo de una señora llamada Virginia, quien misteriosamente sale a recibirte envuelta en un almidonado uniforme blanco que hace juego con su sonrisa, tras la que oculta Dios sabrá que tantas cosas.
Por favor no le hagan caso… lo único que pretende es que rápidamente te metas a tu cuarto, desempaques, y bajes lo más pronto posible a zampurrarte en una infeliz alberquita muy limpia, donde ya te tiene una estrellita helada al lado de un miserable diván bajo una palmera.
No se dejen convencer por esto, porque su intención es solamente distraerte para que no voltees al otro lado, donde una playa larga y solitaria te amenaza con que te tires ahí por unos momentos con la mente en blanco, para que al volver en ti, no alcances a ver la radita rocosa de la izquierda, que con un suave oleaje está esperando la puesta del sol.
Por favor… háganme caso… no vayan a esa playa desolada. No hay nadie, sobre todo entre semana. Puede ser que caminen kilómetros enteros por la arena sin encontrar a nadie; es terrible, lo prometo. Solo unas cuantas palmeras, la playa que parece ser eterna, y el mar con el insistente ruido de sus olas.
Ahora que si quieren escapar de todo este desastre, pueden ir al infame lugar que está al otro lado del promontorio rocoso de la izquierda, hasta un lugar que tan solo su nombre lo dice todo: El Rinconcito. ¡Háganme el favor…!  
Es una pequeña playa de arena beige, que  desprendiéndose de una enorme duna, caer entre las rocas que están a uno y otro lado de la pequeña bahía para atenuar el oleaje que pudiera venir desde el mar abierto.
No. No hay nadie… todo está desolado. Bien pudieras pasar ahí el día entero tirado en la playa en la desesperación del abandono, sin tener ni quien te ofrezca un coco loco, te venda alguna chuchería o un tiempo compartido, o que tan siquiera te lleve a pasear en el parachute.
No. Palabra… No vayan.
O… bueno pues… Si van… tienen que prometer que no van a estropear ésta belleza… ni le van a decir a nadie ¿Órale?
¡Que la disfruten…!

deviajesyaventuras@informador.com.mx