Viernes, 10 de Octubre 2025

Forasteros y huéspedes

La migración por la sobrevivencia es una realidad que aflige a nuestro mundo, sobre todo en este tiempo tan complicado para la humanidad

Por: DINÁMICA PASTORAL UNIVA

“Si la muerte de Cristo nos reconcilió con Dios, mucho más nos reconciliará su vida”. ESPECIAL

“Si la muerte de Cristo nos reconcilió con Dios, mucho más nos reconciliará su vida”. ESPECIAL

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA: Ex. 19, 2-6ª. “Serán para mí un reino de sacerdotes y una nación consagrada”.

EVANGELIO: Mt. 9, 36-10, 8. “Jesús envió a sus doce apóstoles con instrucciones”.

SEGUNDA LECTURA: Rom. 5, 6-11. “Si la muerte de Cristo nos reconcilió con Dios, mucho más nos reconciliará su vida”.

Desde hace ya mucho tiempo, la migración humana nos ha planteado el desafío de adoptar una actitud de acogida o de rechazo hacia los que vienen de fuera, los “forasteros”, quienes, de alguna manera, perturban nuestras tradiciones, nuestras costumbres, nuestra cultura, nuestra sociedad.

Los que vienen de fuera nos molestan, y muy probablemente más ahora que hace unos meses. La migración por la sobrevivencia es una realidad que aflige a nuestro mundo, sobre todo en este tiempo tan complicado para la humanidad. Hombres y mujeres de todos los confines de la Tierra abandonan sus lugares de origen con la esperanza de encontrar refugio en otro sitio más prometedor y seguro para vivir, aunque su dignidad sea menos respetada. 

En el contexto actual de la pandemia, esta situación se vuelve más dolorosa para algunos y amenazante para otros. Cuando nos encontramos con el forastero podemos ser compasivos con él o  podemos rechazarlo y hacer que se sienta intruso o despreciado. Es verdad que tal vez en el tiempo actual de contingencia el cuerpo del otro, sobre todo el del forastero, del indigente, me desafía, me inquieta. Ante esta situación de crisis sanitaria, económica y social por la que atraviesa el planeta, ¿nos hacemos más distantes y temerosos ante el forastero o queremos realmente ver cómo podemos ayudarlo en su indigencia cuando viene a nosotros en busca de ayuda? 

Ante la dificultad de desconocer su historia, cultura e idioma, nuestro espíritu puede expresar la acogida o el rechazo hacia ellos. ¿Cuál es el lugar que se le da al otro? ¿Cuáles son los gestos y las actitudes con los que expresamos nuestro respaldo o nuestro rechazo? ¿Cómo nos preparamos para este eminente encuentro con los forasteros? ¿Realmente estamos preparados para ser empáticos y solidarios  con ellos? A final de cuentas, es el otro quien me revela la dignidad de nuestra mutua humanidad. No hay que olvidar las palabras del Señor: “La tierra no puede venderse para siempre, porque la tierra es mía y ustedes están en mi tierra como forasteros y huéspedes”. (Lev 25, 23). 

Salvador Ramírez Peña,, SJ - ITESO.

El cuerpo y la sangre de Cristo

El hombre ha llegado a ser dueño de casi todo el Universo y sin embargo no ha podido encontrar la paz; no ha dado con la fuente de la verdadera alegría. Es dueño de los secretos de la ciencia; domina la técnica; ha multiplicado los medios para ser feliz, con máquinas y recursos, en un precipitado ir, a veces sin pensar ni a dónde, ni porqué ni para qué.

No se puede recorrer este tiempo llamado vida, sin tener un sentido claro de la razón por la que se va; y es entonces el momento de encontrar a Cristo y de en Él, por Él y con Él tener el alimento del alma, porque el hombre es anuncio de muerte y el remedio lo da Cristo a la humanidad hambrienta de pan para el alma.

El cuerpo y la sangre del Señor significan el alimento sustancial no para el sentido, sino para abrirse existencialmente a Dios y así liberarse el hombre del encierro funesto, de ser esclavo de sí mismo y al mismo tiempo abrirse hacia los demás. La vida que Cristo vino a traer a la Tierra no se alimenta con manjares materiales, pero necesita de un alimento para ser alimento del espíritu.

La vida del cuerpo sin la vida del espíritu no tiene sentido, porque el hombre hecho, creado a imagen y semejanza de su creador, es espiritual. No es solamente un cuerpo, es además alma inmortal y anhela la vida eterna. Ha de comer la carne y beber la sangre de Cristo para tener vida eterna.
Con esta repetida expresión verdadera comida, verdadera bebida, el Señor quiere de una vez y para siempre que se excluya cualquier otra interpretación meramente simbólica.

Ha de quedar muy claro que Él se dará con su cuerpo como comida verdaderamente y como bebida con su sangre verdaderamente. Más claro no se podía hablar. De esa fe, más de 20 siglos de fe del pueblo cristiano son la respuesta.

Desde la última cena, el pueblo cristiano se ha nutrido con ese pan, que es Cristo, en un sagrado banquete que se ha celebrado siempre, en todas partes, por los hombres de toda raza, cultura y nación.

Para todos, Cristo, oculto bajo la misma apariencia de un pedazo de pan, ha sido alimento, fortaleza, consuelo, alegría, prenda de vida eterna, gozo y vínculo de unidad y amor para el pueblo peregrinante.

José Rosario Ramírez M.

Recordar es volver a vivir

(Ex. 19, 2-6ª).

Para el pueblo de Israel, comunidad religiosa surgida de la Alianza con Dios, tal como se manifiesta y se observa en diferentes pasajes del Antiguo Testamento, recordar es un verdadero acto religioso.

No es solo una actividad de nuestro psiquismo, es también una acción religiosa, porque por medio del recuerdo se hace memoria viva del paso salvador de Dios en la historia del pueblo de Israel.

Hacernos conscientes de la presencia de Dios, recordar su relación con nosotros nos ayudará a ser más agradecidos y agraciados. La eucaristía, el cuerpo partido y repartido de Cristo en la última cena es también ese recuerdo, ese memorial de una vida que se dona a favor nuestro. Esa actualización permanente del gesto que está llamado a repetirse de manera análoga en nuestra vida. Recuerdo y memorial.

Recordar, es volver a pasar por el corazón lo más significativo e importante de las personas que conforman nuestra vida, pero no solo con un mero afán nostálgico sino para crecer en esa actitud de ser agradecido; es una acción de gracias y a la vez un alimento. Sentirnos parte de la vida de Dios, sabernos importantes para el corazón del Señor, ha de ser la mejor lección de vida que hemos de aprender al recordar la acción de Dios en nosotros. Me atrevería a decir que es ésta la gran tarea del cristiano: hacer memorial de la vida, la del Señor Jesús en la Eucaristía y la de todos y cada uno de nosotros en la vivencia de la fe.

El cuerpo y la sangre de Jesucristo se hacen alimento permanente para nosotros. La lectura del evangelio de san Juan nos insiste en la simbología del pan vivo bajado del cielo. Comer su cuerpo y beber su sangre es mucho más que el acto físico, es entrar a formar parte de la vida misma de Jesucristo y por tanto de Dios. Es sentirnos implicados en la vida de Cristo de tal manera que nos lleve a vivir y a actuar al modo de Jesús, con sus intenciones y sus formas. 

Decimos que la Eucaristía es un “memorial”, una experiencia que actualiza y hace presente lo sucedido en el pasado. Por eso necesitamos recordar, volver a pasar por la vida y el corazón aquello que marca nuestra identidad como creyentes. Recordar experiencias que hablan de superación personal, de conquistas de la humanidad. Pero también lo que se nos ha regalado gratuitamente.

¿No notamos que somos puro don? Hemos sido bendecidos desde lo más profundo de nuestra existencia. Recordar experiencias de gracia y salvación es sintonizar con el Dios que nos amó primero, el mismo que nos ha sacado de amargos desiertos y nos ha conducido con misericordia. El que nos ha dado lo necesario y nos sigue sosteniendo en su Providencia. En lo más hondo, el recuerdo actualiza el agradecimiento, nos compromete con el presente y nos da razones para buscar una vida más plena.

En la Solemnidad del Corpus Christi hemos celebrado el “Día de la Caridad”. No se trata de dar limosna, sino de convertirse uno mismo en amor en medio de este mundo. Somos invitados a crecer en comunión en todas las realidades en las que vivimos, a cultivar una “espiritualidad de la comunión” en nuestra manera de mirar a los otros, a promover cauces para vivir una mayor comunión con los que sufren.

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