Martes, 23 de Abril 2024
Suplementos | Vigésimo cuarto domingo ordinario

El perdón de Dios me inspira

El perdón que debemos conceder a quien nos ofende no es sólo condición y medida del que Dios nos otorga, como decimos en el padrenuestro, sino también testimonio y signo del perdón recibido de Dios

Por: Dinámica pastoral UNIVA

La verdadera fortaleza, la magnanimidad del espíritu, y la madurez humana y cristiana no está en la venganza sino en perdonar y romper el “círculo vicioso” de la violencia mediante el amor reconciliador. WIKIPEDIA/«El Regreso del Hijo pródigo», de Rembrandt

La verdadera fortaleza, la magnanimidad del espíritu, y la madurez humana y cristiana no está en la venganza sino en perdonar y romper el “círculo vicioso” de la violencia mediante el amor reconciliador. WIKIPEDIA/«El Regreso del Hijo pródigo», de Rembrandt

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA

Si. 27, 33-28, 9.

«Cosas abominables son el rencor y la cólera;
sin embargo, el pecador se aferra a ellas.
El Señor se vengará del vengativo
y llevará rigurosa cuenta de sus pecados.

Perdona la ofensa a tu prójimo,
y así, cuando pidas perdón, se te perdonarán tus pecados.

Si un hombre le guarda rencor a otro,
¿le puede acaso pedir la salud al Señor?

El que no tiene compasión de un semejante,
¿cómo pide perdón de sus pecados?
Cuando el hombre que guarda rencor
pide a Dios el perdón de sus pecados,
¿hallará quien interceda por él?

Piensa en tu fin y deja de odiar,
piensa en la corrupción del sepulcro
y guarda los mandamientos.

Ten presentes los mandamientos
y no guardes rencor a tu prójimo.
Recuerda la alianza del Altísimo
y pasa por alto las ofensas».

SEGUNDA LECTURA

Rom. 14, 7-9.

«Hermanos: Ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Por lo tanto, ya sea que estemos vivos o que hayamos muerto, somos del Señor. Porque Cristo murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos».

EVANGELIO

Mt. 18, 21-35.

«En aquel tiempo, Pedro se acercó a Jesús y le preguntó: “Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?” Jesús le contestó: “No sólo hasta siete, sino hasta setenta veces siete”.

Entonces Jesús les dijo: “El Reino de los cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus servidores. El primero que le presentaron le debía muchos talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, a su mujer, a sus hijos y todas sus posesiones, para saldar la deuda. El servidor, arrojándose a sus pies, le suplicaba, diciendo: ‘Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo’. El rey tuvo lástima de aquel servidor, lo soltó y hasta le perdonó la deuda.

Pero, apenas había salido aquel servidor, se encontró con uno de sus compañeros, que le debía poco dinero. Entonces lo agarró por el cuello y casi lo estrangulaba, mientras le decía: ‘Págame lo que me debes’. El compañero se le arrodilló y le rogaba: ‘Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo’. Pero el otro no quiso escucharlo, sino que fue y lo metió en la cárcel hasta que le pagara la deuda.

Al ver lo ocurrido, sus compañeros se llenaron de indignación y fueron a contar al rey lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: ‘Siervo malvado. Te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haber tenido compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?’ Y el señor, encolerizado, lo entregó a los verdugos para que no lo soltaran hasta que pagara lo que debía.

Pues lo mismo hará mi Padre celestial con ustedes, si cada cual no perdona de corazón a su hermano’’».

El perdón de las ofensas

Jesús, el Hijo de Dios, ha entregado las llaves del Reino a Simón, quien de ahí en adelante se llamará Pedro porque será piedra fundamental de la Iglesia.

Este sencillo pescador es la cabeza visible y quiere aclarar ante el Maestro una duda, algo que ya se había ofrecido, o que está seguro de que acontecerá, pues en la Iglesia nadie está exento de culpa; y un tema candente, decisivo, es el del perdón de las ofensas.

Por eso, en nombre de todos y con respeto pregunta: “Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano, si peca contra mí?”.

El perdón es una de las exigencias más difíciles y menos practicadas en la vida de quienes pretenden vivir conforme al Evangelio.

Sin duda entre los que se reunían en torno al Maestro ya surgían desavenencias, envidias, celos, antipatías, y ya tenían experiencias negativas de conflictos, dolencias por malas acciones. Esa era ya la imagen de la Iglesia del futuro, porque el Salvador vino para y por los pecadores.

Quieren saber cuál es el pensamiento del Señor, y Pedro insiste. Quiere saber hasta dónde se debe perdonar: ¿Hasta siete veces?

Una injuria, un insulto, un mal proceder, una injusticia, un crimen, son acciones que siempre provocan una reacción, una respuesta inmediata a veces, un desquite. El ofendido quiere el pago y busca hacerse justicia con su propia mano, e ir más allá en la ceguera de la ira: llegar a la cruel venganza.

Así, la antigua Ley del Talión —“Ojo por ojo, diente por diente”— se podría considerar justa, porque se limitaba a lo que había perdido.

Hay heridas en el alma, tan hondas, que a veces ni el tiempo las cicatriza. Muchos sé han llevado a la tumba odios y rencores. Muchos también han vivido perpetuamente encadenados con sentimientos que amargan y envenenan. La verdadera libertad está dentro de cada ser libre y pensante, y con la gracia del perdón caen las cadenas.

La Iglesia, sacramento de salvación, depositaria del mensaje de Cristo; tiene la misión de predicar la verdad y el amor, consciente de la fragilidad de sus hijos; porque es madre y maestra, vigila para salvaguardar la pureza de la fe, y lucha para que los cristianos vivan unidos con el lazo del amor.

El Hijo de Dios bajó a la tierra para dar libertad a los hombres. El que perdona, porque así lo desea Cristo, alcanza y goza la más bella libertad: la libertad interior.

José Rosario Ramírez M.

Una acción que hemos olvidado

La Sagrada Escritura nos recuerda este domingo una acción que hemos olvidado, a pesar de que decimos, quizá sin darnos cuenta, cuando rezamos el Padre nuestro: perdonar. Cuántas veces hemos oído de familias fragmentadas que no se comunican entre hermanos, por rencillas, por odios ancestrales. No puedo perdonar, porque me hizo, porque me quitó, porque me humilló. En estos días de encierro que se multiplican las horas de la familia frente al televisor vemos cuántas historias son de venganzas, donde la tragedia se fragua en la falta de perdón. Pero nos quedamos impávidos, como si eso fuera lo correcto. Se nos va metiendo esa situación sin darnos cuenta y aceptamos como natural que hay que vengar la ofensa recibida, y consideramos que lo que el protagonista hace para salvar su honor es lo debido.

En cambio la liturgia de este domingo, a la cual quizá no podamos asistir en la iglesia, nos invita a perdonar de una manera gozosa, ilimitada, generosa. Veamos cómo Dios nos perdona todo lo malo que hayamos hecho, sin ver cuánto ha sido, con la honestidad de reconocer nuestras faltas. Y como somos débiles, repetimos los errores y el Señor nos vuelve a perdonar. Pero san Pedro, como cualquiera de nosotros, quiere medir la misericordia, la generosidad de Dios, y le pregunta a Jesús: “¿Hasta cuántas veces tengo que perdonar?” Y el Señor le responde: “No sólo siete, sino hasta setenta veces siete”. Eso es decir un número ilimitado, es decir siempre.

Veamos que queremos ser perdonados siempre, sin límite, de buena manera; pero somos incapaces de ver al que necesita ser perdonado por nosotros. Nos olvidamos que somos cristianos, que hemos sido bautizados en el mismo bautismo y que llamamos a Dios como padre común; que formamos una misma familia. No dejemos que los criterios con que juzga el mundo nos invadan, nos enerven la mente, nos hagan insensibles al amor a los demás y que nos impidan perdonar setenta veces siete.    

Francisco Javier Martínez Rivera, SJ - ITESO

El perdón de Dios me inspira

Nos cuesta mucho perdonar y romper el círculo vicioso del odio y la venganza. ¿Será el perdón una actitud de gente timorata? Hay momentos en que, aun con la mejor voluntad y disposición, uno exclama: Esto es demasiado; ya estoy harto. ¿Tengo que ser tonto y dejado para poder ser bueno? Y nos tiente una demostración de fuerza ante el insulto, la calumnia, el atropello y la desconsideración. Lo más normal, y también lo más fácil, es vengarse en cuanto uno pueda o al menos guardar rencor a la expectativa. La venganza se convierte en el placer del ofendido, y el odio rencoroso el único haber seguro del más débil.

La verdadera fortaleza, la magnanimidad del espíritu, y la madurez humana y cristiana no está en la venganza sino en perdonar y romper ese “círculo vicioso” de la violencia mediante el amor reconciliador.

Para poder sentirnos amados, liberados y rehabilitados como seres humanos, como personas capaces de reconstrucción y de convivencia en el amor, necesitamos experimentar el perdón. De hecho, el que no ha vivido personalmente el gozo de ser perdonado porque es amado, difícilmente es capaz de perdonar a su vez.

El signo del perdón recibido de parte de Dios ha de ser nuestra disposición al perdón fraterno ilimitado. Es ésta una de las actitudes del auténtico discípulo de Cristo. Porque experimenta la misericordia del Señor en su vida y se sabe reconciliado con Dios, el cristiano está invitado y capacitado para amar y perdonar al hermano con el mismo amor y perdón con que él es aceptado. El perdón que debemos conceder a quien nos ofende no es sólo condición y medida del que Dios nos otorga, como decimos en el padrenuestro, sino también testimonio y signo del perdón recibido de Dios.

Cuántas veces nos hemos acercado al sacramento de la reconciliación para recibir el perdón de parte de Dios. ¿Por qué no salimos perdonando a los demás? ¿Por qué no sentimos la necesidad de compartir con los hermanos el perdón recibido de Dios? ¿Por qué seguimos viendo la paja en el ojo ajeno, sin que nos moleste la viga que llevamos en el nuestro? ¿Será que esto es un signo evidente de la rutina que hay en nuestras confesiones y celebraciones penitenciales?

Para que nuestra vida cristiana no sea una farsa vivamos los gestos de fraternidad en la calle, en casa, en el barrio, en el trabajo, en los ambientes tensos por el odio, el recelo, la desconfianza, el distanciamiento afectivo, el rencor, y la venganza. Nos urge una conversión sincera al Señor y al amor que olvida y perdona. De lo contrario estamos perdiendo el tiempo, víctimas de un formulismo religioso.

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