En México, se ha convertido en parte, aparentemente estructural, del paisaje social. No pasa un día sin que los medios y las redes sociales muestren escenas en que ciudadanos comunes se enfrentan a muerte por conflictos triviales. Peor aún: se ha vuelto casi habitual ver a personas agredir con saña a policías uniformados, armados y en funciones. Incluso se registran ataques directos contra elementos de las Fuerzas Armadas, cuerpos que, por décadas, fueron considerados incuestionables en su legitimidad y poder de disuasión. Lo que se observa es un fenómeno perturbador: no solo el desprecio por la autoridad, sino la erosión misma de la idea de autoridad legítima.Desde la filosofía política clásica, el Estado se justifica como la entidad que monopoliza el uso legítimo de la violencia para garantizar la paz, la seguridad y la resolución ordenada de los conflictos. Para los romanos, el imperium significaba justamente esa capacidad de decisión soberana y de aplicación imparcial del derecho. Los griegos, por su parte, nos legaron la idea de isonomía, la igualdad ante la ley. Durante siglos, Occidente ha construido sus instituciones sobre esa premisa: que el conflicto social no debe resolverse por la vía de la fuerza bruta, sino a través de la ley, entendida como un conjunto de normas generales, abstractas, aplicables a todos por igual, sin excepción.Sin embargo, en México esa arquitectura normativa y simbólica parece haberse desplomado. La cotidianidad de la violencia interpersonal, el desprecio por las normas más básicas de convivencia y la agresión directa a figuras de autoridad son síntomas de un problema de seguridad, pero, sobre todo, expresiones de una fractura cultural. Cada vez que una persona se siente con derecho a golpear, a matar o a desafiar al Estado en nombre de su propio juicio, se está ejerciendo, en los hechos, un poder de excepción. Esto ocurre, además, en vastos territorios del país donde las reglas del crimen organizado o del poder económico informal son más efectivas y respetadas que las del orden legal. Se configura así un estado de excepción permanente, donde la ley ha dejado de ser el marco de referencia para la vida colectiva.Esa ruptura del orden legal es el resultado acumulado de décadas de impunidad, corrupción y descomposición institucional. En teoría, el imperio de la ley es el más avanzado mecanismo para gestionar el conflicto social. Pero cuando los ciudadanos perciben —con razón— que las reglas no aplican para todos, que algunos gozan de impunidad por su poder político, económico o criminal, la ley pierde su fuerza simbólica y práctica.Esta situación se manifiesta con claridad en la cifra negra de delitos, que supera el 90 % según la ENVIPE del INEGI. No hay justicia porque las víctimas no confían en las instituciones encargadas de procurarla. Las fiscalías, tanto federales como estatales, son vistas como entes ineficaces, parcializados o capturados por intereses oscuros. Y el Poder Judicial atraviesa una crisis profunda, agudizada por la reforma que debilitó su autonomía y por una percepción creciente de corrupción e ineficiencia.En una democracia, la credibilidad institucional es el cimiento sobre el cual se construye la gobernabilidad, la convivencia y la paz. Cuando las instituciones encargadas de aplicar la ley pierden legitimidad, el Estado se vacía de contenido y se abre el camino a la barbarie. En consecuencia, el tejido social se deshilvana y se normaliza lo inaceptable: que matar por un lugar de estacionamiento, golpear a una autoridad o violar impunemente la ley sea solo parte de “lo que pasa todos los días”.Recuperar el imperio de la ley no es tarea sencilla. Implica reconstruir instituciones, restituir la ética pública y redefinir la relación entre ciudadanía y Estado. Pero el primer paso es reconocer la gravedad del colapso. Mientras la ley no vuelva a ser un instrumento legítimo, justo y aplicable a todos por igual, seguiremos transitando, como sociedad, por los bordes del conflicto y, por momentos, el caos social.