Hace muchos años, uno de los políticos mexicanos más brillantes, don Jesús Reyes Heroles, acuñó la frase que titula esta columna. Quienes tuvimos la oportunidad de cursar la carrera de Derecho aprendimos que hay normas sustantivas y normas adjetivas; las primeras van al fondo y las segundas establecen los procedimientos para hacer valer un derecho. En la vida no podemos escapar a las formalidades. Un ejemplo burdo, pero ilustrativo, es el vestido. Independientemente de su función protectora, es obvio que no podemos caminar por las calles como Dios nos mandó al mundo. En la misma dirección, los militares sin uniforme son civiles, no representan a la autoridad, y los sacerdotes sin sus ropajes litúrgicos carecen de la necesaria presencia para ejercer su ministerio.Lo anterior viene al caso porque, en una más de sus irracionales decisiones, los lacayos de la 4T acaban de echar abajo la obligatoriedad de que los ministros de la Suprema Corte porten la tradicional toga que los distingue del resto de los miembros de este poder fundamental para la vida democrática. No es de extrañar. Finalmente, en el proceso electoral más sucio de la historia de nuestro país, fueron electos (acordeón en mano) quienes habrán de integrar el Poder Judicial a partir de septiembre del año en curso. No fueron la capacidad y el prestigio la puerta de su acceso a tan noble y difícil responsabilidad. Fueron la abyección y la cortesanía los motores que impulsaron su entronización. La administración de justicia es una de las mayores responsabilidades a cargo del Estado. Ministros, magistrados y jueces han sido, salvo excepciones, personajes admirados y respetados por su honestidad, prudencia y buen juicio. Llegar a ocupar esos cargos entrañaba un largo camino de preparación y de desempeño. Personalidades como Ignacio L. Vallarta y Mariano Otero son cumbres que dieron prestigio a esta institución. Arribar a esa representación es un honor, hoy manchado por la trampa y la codicia.El nuevo presidente de la Corte, un señor de nombre Hugo Aguilar Ortiz, llega a ese importantísimo cargo impulsado por el expresidente y actual regente del Gobierno, Andrés Manuel López Obrador. Es la culminación de la demolición de la democracia. ¿Mérito académico? ¿Acreditado desempeño como juzgador? ¿Imparcialidad demostrada? ¡No! Su primera intervención pública en lengua otomí revela una visión excluyente, revanchista y sectaria de cómo entiende a nuestro país. En un mundo cada vez más globalizado, México retrocederá siglos. Qué bueno que se reivindique a los pueblos indígenas; qué malo que se haga por razones demagógicas. Lamentable, muy lamentable. En el siglo XIX, otro miembro de las etnias originarias llegó a presidente de la Corte y de nuestra nación: Benito Juárez. Si viviera, sería interesante conocer su opinión de lo que está sucediendo.Ya sufriremos los efectos de esa espuria elección. Seguramente, el Tratado de Libre Comercio pasará a pérdidas: por él, México se obliga a democratizar sus instituciones. Roto el compromiso, y ante la intemperancia y el poderío de los vecinos, vamos a ver cómo nos va.