Jueves, 28 de Marzo 2024

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Un desorden de posibilidades indefinidas

Por: Martín Casillas de Alba

Un desorden de posibilidades indefinidas

Un desorden de posibilidades indefinidas

Hace poco tiempo encontré cómo se puede heredar la memoria: primero en lo que propone Jorge Luis Borges en La memoria de Shakespeare (Obras Completas III, Emecé, 1996); luego, como me imagino que lo logró Caroline Spurgeon después de haber trabajado ocho años antes de publicar su trabajo como Shakespeare Imagery, (Cambridge University Press, 1935) y, la tercera, con toda proporción guardada, es la que logré después de dieciocho años de leer y estudiar los Sonetos y las obras completas de Shakespeare.

Borges nos cuenta lo que le propuso Daniel Thorpe al profesor Hermann Soergel después de haberse tomado un par de cervezas: ver si aceptaba recibir la herencia de la memoria de Shakespeare como si fuera el anillo del rey Salomón con el que dicen que pudo llegar a entender la lengua de los pájaros.

–Le ofrezco la sortija del rey –le dijo Thorpe al profesor–, claro está que se trata de una metáfora no menos prodigiosa que la del rey Salomón: le ofrezco la memoria de Shakespeare desde los días más pueriles y antiguos hasta la de principio de abril de 1616.

El profesor se quedó mudo como si le ofrecieran el mar antes de que Daniel le confesara que, en realidad, tenía dos memorias: la personal y la de aquel Shakespeare que parcialmente era. Mejor dicho: eran dos las memorias que lo tenían a él y una zona en donde las dos se confunden.

–Hay una cara de mujer que no sé a qué siglo atribuir –le dijo al profesor, poco antes que le heredara la memoria.

–De algún modo –pensó Soergel–, Shakespeare sería mío, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio. De algún modo yo sería Shakespeare.

Poco más adelante recuerda haber releído los Sonetos “su obra más inmediata, donde di alguna vez con la explicación o con las muchas explicaciones. Los buenos versos –decía– imponen una lectura en voz alta.”

Caroline Spurgeon puedo haber heredado esa memoria después de haber trabajado ocho años seguidos con las treinta y siete obras de Shakespeare en donde seleccionó y clasificó la imaginería que usó el dramaturgo que tuvo el don de la memoria y almacenó todo lo que veía, leía, probaba, olía, tocaba o escuchaba (con el tono de quien hablaba) para que, a la hora de escribir, lo transformara en metáforas con las que podíamos entender y disfrutar sus obras como lo hizo con las doscientas y tantas imágenes que encontró en Romeo y Julieta que, entre otros temas, ejemplifico con algunos de los pájaros que había observado desde niño: los grajos (rooks) en sus torres, los milanos (kites) planeando por el cielo azul antes de buscar su alimento en la basura o el canto de la alondra (skylarks) al amanecer, ese que Julieta confunde con el del ruiseñor (nightingale) para que Romeo se quedara un rato más con ella hasta que se da cuenta del peligro que corre:

–Huye –le dice Julieta– que ese es el canto de la alondra, un canto discordante con duras y agudas disonancias.

Por mi parte, cuando veo a esos que se creen los reyes del universo, surge de esa zona en donde las dos memoria se confunden, lo que un día dijo Macbeth: “la vida es una sombra que camina, un pobre actor que se pavonea y gesticula una hora en el escenario y después no se le oye más; es un cuento contado por un idiota, pleno de sonido y furia, que nada significan.”

Pero es Borges, a través del profesor Soergel, quien cierra el tema de la memoria y asegura que nadie puede abarcar en un solo instante la plenitud de su pasado: “ni a Shakespeare, que yo sepa, ni a mí, que fui su parcial heredero, nos depararon ese don, pues, la memoria del hombre no es una suma, sino un desorden de posibilidades indefinidas”.

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