Entre las cosas que han variado muchísimo están los cines, que antes se ubicaban en grandes espacios y ahora son pequeños, aunque mucho más elegantes. Eso me hizo recordar que en mi segunda infancia íbamos diario al cine y no es una forma de decir: todos los días, lo cual era heroico, pues nos daban cincuenta centavos diarios y se necesitaba un esfuerzo extra para ir a ver películas con ese dinero.Desde luego, había cines muy baratos, como el Lux y el Edén (“vamos al Edén, den lo que den”), cuya entrada costaba ochenta centavos por ver tres películas, por lo general mexicanas, para lo cual necesitábamos un peso, pues que te guardaran la bicicleta costaba veinte centavos. ¡Y lo que teníamos que hacer para conseguir ese dinero o más si íbamos a otro cine catrín! Nuestra principal proveeduría de fondos adicionales era una amiga, que ya murió y al llegar al cielo se debe haber dado cuenta del truco, pues a ella le encantaba jugar póker y era como el maíz de Conasupo: mala y picada, de manera que le bajábamos un tostón y con eso nos íbamos al cine.Pero obviamente no era la única fuente de proveeduría, entonces teníamos que desarrollar grandes actos de inteligencia para poder ir, como jugar a la viborita, que era un engaño que se hacía con el cinturón y no puedo describirlo, pero era divertido. Otro sistema era ir a cantar a un templo protestante, que quedaba cerca del Roxy y que, a cambio de ello, nos daban cinco pesos y una Spur-cola. Eso era una vez a la semana y tenía que hacerse a escondidas de mis papás, porque nos hubieran asesinado si hubieran sabido que estábamos en tan heréticas posiciones. Lo cierto es que para alcanzar a ir al cine, teníamos que acelerar el ritmo de los cantos y no hacerlo de la forma tradicional. Recuerdo gratamente el Metropolitan, en la Calzada, y el Alameda, cuyo balcón lateral era muy cómodo.Otro cine maravilloso era el Variedades, convertido hoy en el Larva (Laboratorio de Arte Variedades), sólo que ese era de los caros, ya que costaba cuatro pesos, pero nos favorecía que tenía doble balcón. El segundo de los cuales no tenía sillas como el resto del cine, sino bancas. Y como daban películas americanas, en aquel entonces había mucha gente que no sabía leer, así, nos conseguíamos cuatro o cinco parroquianos que no sabían leer y a los cuales les leíamos los subtítulos de la película a cambio del precio de entrada y para comprar unas palomitas.Recuerdo que las películas de cine francés que vimos en el Colón (que tenía los mejores lonches de la ciudad), volvimos a verlas en los años siguientes en los cines Ideal, que quedaban por Javier Mina. En la calle Obregón, estaban el Obregón y el Park, que no eran muy caros y, además, según recuerdo, aquel rumbo era de los mejores para comer. Ya después llegó el cine Diana, que era de más lujo. El Reforma se hizo para niños y el Microcine se me hace que pasaba películas peladas.@enrigue_zuloaga