Viernes, 22 de Agosto 2025

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¿Pirámides tapatías?

Por: Hector Romero

¿Pirámides tapatías?

¿Pirámides tapatías?

Guadalajara es una ciudad famosa por sus pirámides. Y no lo digo por la zona arqueológica de Coyula, considerada una de las más grandes de la región, que hace poco más de tres décadas quedó sepultada bajo toneladas de basura cuando el Gobierno decidió convertirla en el vertedero municipal de Matatlán.

A pesar de la pérdida irreparable de estos vestigios, la ciudad debería usar como eslogan de publicidad turística: “Venga a Guadalajara y conozca nuestras pirámides: las financieras”.

La sociedad tapatía -mezcla de tradición, confianza y ambición- es caldo de cultivo para los esquemas Ponzi.

Reciben su nombre de Carlo Ponzi, un italoamericano que captaba fondos para la compra y venta de cupones postales internacionales y prometía rendimientos imposibles. La fórmula era simple: con el dinero de los nuevos se pagan los dividendos de los anteriores, y así hasta que la pirámide colapsa.

En Guadalajara estos esquemas florecen como jacarandas y tabachines en primavera. Algunos son tan burdos que se reconocen a leguas, pero la confianza, a veces influenciada por un apellido compuesto, y la persuasión vencen al sentido común.

Otros se disfrazan mejor, haciendo pasar estos modelos “financieros” como inversiones en cripto, trading deportivo, proyectos inmobiliarios, tequileras o hasta cafeterías.

En algunos casos se robustecen con esquemas corporativos más complejos: esconden un rudimentario préstamo como colocación de acciones de tal o cual serie, con obligación de recompra y un aparente gobierno corporativo.

Algunos buscan fondear proyectos paralelos con parte de los recursos captados, confiando en que estos, si prosperan, sirvan para pagar a los inversionistas.

Pero en todos hay un denominador común: tasas “garantizadas” que superan con creces cualquier rendimiento ofrecido por entidades reguladas, lo que hace insostenible la ecuación. El miedo a dejar ir la gallina de los huevos de oro nubla el juicio.

La puesta en escena de los defraudadores deslumbra más que el Sol: la cabeza siempre en los mejores eventos, patrocinan torneos, viajan en yates o aviones privados, apareciendo en todo momento en redes sociales o revistas.

Con esta abundancia, ¿quién necesita revisar un estado de cuenta o exigir garantías?

Y los promotores de a pie hacen el trabajo fino: basta una comida familiar para que alguien diga “éntrale, compadre, ve lo que compré con mi primera inversión”. Parientes y amigos se dejan ir como hilo de media, invirtiendo sus ahorros, herencias o pensiones.

Lo que no entendemos es que todo estaba fabricado con el dinero de los propios defraudados. Son castillos de naipes que se derrumban al primer ventarrón.

Y, en ese momento, lo que queda son oficinas rentadas vacías, cientos de inversionistas con una extraña mezcla de furia y vergüenza, y -en el mejor de los casos- un defraudador tras las rejas, sin capacidad de reparar el daño.

Al final, las pirámides tapatías no son ruinas arqueológicas: son monumentos contemporáneos a la codicia y a la ingenuidad, fomentadas, en gran medida, por un estilo de vida que excede nuestras capacidades y la necesidad de mantenerlo sin mayor esfuerzo.

Mientras no aprendamos que la búsqueda de la riqueza fácil siempre terminará en ruina, Guadalajara tendrá denominación de origen no solo en el tequila y la raicilla, sino también en los fraudes, confeccionados desde el campo -de golf-.

hecromg@gmail.com 

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