Martes, 23 de Abril 2024

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Odisea en el Metrobús

Por: Martín Casillas de Alba

Odisea en el Metrobús

Odisea en el Metrobús

Como buen Odiseo, los jueves dejo Ítaca, me despido de Penélope y salgo de mi casa en Tlalpan Centro para irme caminando por el callejón de San Marcos, un buen atajo para cruzar el estrecho de Caribdis y Escila y desembocar en la estación La Joya para tomar el Metrobús a una hora que no sea ‘pico’ (y no es albur).

Paso por las espaldas del Panteón 20 de Noviembre –para que no se me olvide lo efímero de la vida–, y saludo a dos angelitos sin trompeta y con las alas plegadas que sobresalen de la barda sobre la escultura de una tumba que está en los límites de ese territorio espectral.

Por esa banqueta me topeteo con una cruz con sus flores de papel, una marca de quien falleció de un infarto al miocardio o de un borrachazo antes de irse al país del siempre jamás. Pronto llego a la estación donde muestro mi credencial y paso de ‘gorrión paloma’ al primer vagón donde viajan mujeres, niños, viejitos y uno que otro discapacitado.

Si no hay lugar, empiezo a ver dónde me conviene colocarme y, si una joven me deja el suyo, se lo agradezco de veras y si no, me pongo listo por si alguien se baja. De todas maneras, parado o sentado veo cómo se maquillan las mujeres que sacan de sus mochilas una bolsita con toda la tlapalería, sin que falte la cucharita de café, instrumento de belleza infalible, con la que hábilmente se enroscan las pestañas; otras, se pintan los ojos con un lápiz negro sin que les tiemble la mano y sin que se los saquen, mientras que otras más, escuchan música y guardando el celular en el brasier, como si fuera la funda, evitan la compañía de la calle.

“El oído, ese sentido delicioso, nos trae la compañía de la calle, trazándonos todas su líneas, dibujando todas las formas que por ella pasan, mostrándonos su color”, como describe la vida en la calle del barrio de Saint Germain con todo y sus pregoneros, tal como lo describe Proust en “La prisionera”.

Otra pasajera se repone de la desvelada y no le importa que el sol del Oriente. Veo cómo cruzan por las rayas blancas de los peatones –como los Beatles en el LP de ‘Abbey Road’ (1976), donde cantan ‘Here comes the sun’– unas secretarias arregladas, coquetas, diríamos, que pasan al lado de los vendedores de tamales y, ya a esa hora, los tacos sudados.

Cuando pasamos por La Bombilla en Chimalistac, donde está el monumento a Obregón y donde estaba su mano disecada, esa que perdió en la batalla de Celaya, que de niño vi sin que lo pueda olvidar, disfruto ahora ver el jardín de toda la manzana que ha rodeado el monumento como no he visto otro en la ciudad. Un día lo recorrí y felicité a la jefa de los jardineros por lo bien mantenido que lo tenían, justo antes de que prendieran los chorros de agua que ‘se hacían grandotes y se hacían chiquitos’, como El Chorrito de Cri-Crí.

Al paso veo docenas de construcciones de edificios en proceso por todo Insurgentes y me pregunto si no será el origen de otra burbuja inmobiliaria; si me asomo a la ventana, veo la hilera de coches varados que la considero una modesta victoria del transporte público.

A la media hora bajo en la estación de Félix Cuevas hecho todo un Ulises: he librado el estrecho, al Cíclope, así como a la bruja de Circe pues “oí la dulce voz de una sirena y no pude del árbol desasirme”, como bien dice Lope de Vega.

Entonces, respiro hondo y salgo caminando altivo para caminar las dos cuadras que me faltan para llegar a mi destino y convertirme en Mentor, como aquel viejo amigo de Ulises a quien le encargó de educar a su hijo Telémaco.

Así, la Odisea de los jueves en esta ciudad de la que dicen está en una laguna.

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