Viernes, 19 de Abril 2024

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Nombrar las cosas: los ciclones

Por: María Palomar

Nombrar las cosas: los ciclones

Nombrar las cosas: los ciclones

Poner nombres es, desde el Génesis, necesidad práctica y también privilegio exclusivo  del género humano. Claro que no falta, como la nueva panadería de la esquina, quien se ponga shakespeariano con aquello de  

What’s in a name? That which we call a rose
By any other word would smell as sweet...

Y sí: en este peculiar establecimiento los panes no tienen nombre (ni precio) a la vista. Hay algunos que es fácil llamar “conchas” o “picones”, pero la mayoría son anónimos y no pueden ser pedidos más que de manera aproximativa: “tráeme unos de’sos como cuernitos pero redondos y con betún...” Curiosa forma de obstaculizar la práctica comercial y de privarse del placer y la creatividad de los infinitos nombres de la panadería mexicana. Quién sabe cómo les digan a los panaderos qué es lo siguiente que tienen que hornear...

Pero en términos generales la lógica dicta que hay que poner nombres a las cosas para cuando menos diferenciarlas unas de otras. Es el caso de los ciclones, que como en cierta temporada del año llegan uno tras otro, o a veces al mismo tiempo, hay que distinguirlos. Cada vez que una depresión tropical se convierte en ciclón, con vientos superiores a los 118 kilómetros por hora, se le da un nombre específico, lo que facilita el trabajo de los meteorólogos y navegantes, además de que permite que el público esté atento ante las alertas.

Los ciclones sólo reciben la denominación de “huracanes” cuando se forman en el Atlántico norte y el Pacífico noreste. Si surgen en el Pacífico noroeste se llaman “tifones”, o “ciclones tropicales” en el Índico. Cada región o cuenca tiene su propio listado de nombres. Cuando un ciclón brinca de una a otra como ocurrió con César en 1996 (fue del Caribe al Pacífico), cambia de nombre (se convirtió en Douglas).

La necesidad y la voluntad de diferenciar cada ciclón del anterior se remonta al siglo XVI, cuando el Imperio español dominaba los mares y los navegantes ponían a esos fenómenos el nombre del santo del día. En tiempos más recientes, parece ser que el primero en usar un nombre propio fue un meteorólogo australiano, Clement Lindley Wragge, a principios del siglo XX. Bautizó un huracán con el nombre de un político que detestaba. Pero en esa época no había ninguna regla fija.

Fue en la segunda guerra mundial cuando la fuerza aérea de Estados Unidos empezó a poner nombres a las tormentas tropicales al momento de formarse; en 1950 el servicio meteorológico de ese país decidió sistematizar los nombres de los ciclones, que en los años siguientes fueron bautizados siguiendo un orden alfabético.

Desde 1979 los ciclones dejaron de tener exclusivamente femeninos, así que se usan alternadamente con nombres de varones. No se usan nombres con Q ni U, y si se rebasa el total de las letras del alfabeto inglés se recurre al griego.     La lista de nombres se repite cada seis años; cada año non el primer nombre es femenino, y masculino cada par. Sin embargo, no vuelven a usarse los nombres de los ciclones más devastadores: ya no habrá Katrinas, ni Ritas, ni Mitches, ni Gilbertos, ni Florences.

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