Viernes, 19 de Abril 2024

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No ver para desentenderse

Por: Augusto Chacón

No ver para desentenderse

No ver para desentenderse

Mirada desde el espacio, la Tierra luce hermosa. Quién no se impresiona al ver esa esfera mayormente pintada en tonos de azul, con ribetes verdes y girones blancos flotando sobre ella incrustada en un lienzo negro infinito. 

Si nos conformamos con la información estética que de esas imágenes obtenemos, podríamos concluir que en el planeta todo va bien; es decir, si siguiéramos el esquema analítico de políticos que de inmediato contarían la historia del planeta, nuestra nave celestial, literalmente a simple vista, y claro, su historia estaría llena de las bondades que ellas y ellos, políticos, han patrocinado. 

Lo que no merma la afirmación inicial: la Tierra, desde el espacio, es hermosa, imagen subyugante que, no obstante, es necesario mirar, conocer y vivir en los detalles en los que se juega la existencia de quienes la pueblan, humanos, flora, fauna, y la del medio ambiente en el que la vida como la conocemos es posible; a distancia estratosférica, los dramas vitales, de especie en especie, de hábitat en hábitat, las variaciones del clima y la contaminación que aqueja al aire, a los cuerpos de agua, al suelo, y las categorías inherentes a la raza humana, son minucias. 

Desde el vacío del cero absoluto, son microscópicas la pobreza, el racismo, la desigualdad, el hambre, la violencia, la explotación, la inseguridad, y asimismo el arte, la cultura, la solidaridad y la redención.

Mirada desde la estadística global, la economía a algunos les produce contento. Barras de colores en las pantallas, en las páginas de los diarios y los libros, líneas quebradas que suben y bajan siguiendo flechas que apuntan al futuro, a pronósticos improbables y especulaciones intelectuales que van de la economía a la política y de ésta a la economía. 

De repente ni siquiera ver de bulto el juego económico alcanza para decir “vamos bien”, pero no importa, porque la interpretación preferida de las gráficas es contundente: en algún momento indefinido del porvenir iremos bien, a condición de no preguntar, ¿qué significa ir bien? ¿Para quién? ¿En dónde? Los indicadores para gloria de los indicadores mismos; la economía va bien, que no haya medicinas, tampoco seguridad, que la calidad de la educación que provee el Estado esté en rango reprobatorio, que las universidades públicas tengan menos presupuesto y que la miseria crezca y el salario no alcance para comprar lo básico, ¿qué le hace? 

Y qué importa si en las sesudas disquisiciones académicas de los especialistas en la estadística que con fruición produce la economía no aparece la calidad de vida de las mujeres y los hombres concretos y su trabajo (hecho a pesar de lo que sea y de quien sea), quienes al cabo son los que mantienen andando el tren económico. 

Minucias soslayables que no merman la delicia de la elucubración económica que, por las décadas de crisis para tantos millones, parece ser la que en verdad cuenta y de la que vale la pena dar cuenta.

Mirada en los ensayos de la ciencia política, de la Historia, la invención llamado Estado aparece casi en el rango de genialidad colectiva; grupos de gente ayuntados merced a la certeza en los límites del territorio que les compete, tener quien les brinde seguridad, física y jurídica, aportar a un fondo común y administrarlo para beneficio de todas y de todos. 

Las variaciones para administrar al Estado arrancan lágrimas: el pueblo al centro de la república y con él la justicia y la libertad e igualdad ante la ley; la democracia como moneda de cambio política, representaciones pactadas en cuerpos colegiados autónomos e independientes. 

Es emocionante. Pero los ensayos terminan, los autores ponen un punto final (que generalmente significa: continuará) y no resta sino cerrar el libro e inmiscuirse en esa subjetividad que tiene efectos objetivos que ponen en vilo a las nociones académicas. 

Un Estado, es decir, el gobierno de ese Estado, luego de un letargo que ha costado vidas, que ha roto comunidades y ha puesto en entredicho el pregonado imperio de las leyes, decide mostrar que las atribuciones que le conferimos pueden ser capacidades, y a golpes de bayoneta, de balas de grueso calibre, de un copar una ciudad, captura a un connotado criminal sin reparar en los costos para las personas, para la sociedad. 

Miren, se antoja celebrar: el gobierno que dimos a nuestro Estado decidió desquitar el sueldo, honrar la Constitución y dotarnos de lo principal: seguridad, a lo que había claudicado.

Otear a la distancia tiene ventajas que sólo se notarán si somos capaces de ver las partes, pequeñas y grandes, que componen al todo. De lo sucedido estos días en Sinaloa hay que reconocer lo justo: que se hizo, pero también sus implicaciones: la intervención armada en Culiacán desmiente las afirmaciones de al menos los últimos tres años. 

Resulta que el crimen organizado tiene podridas porciones grandes del suelo patrio y lo que hay sobre ellas; es mentira que en seguridad pública vayamos bien, si las Fuerza Armadas del Estado levantan el tapete, como lo hicieron, las cucarachas pululan a placer y son agresivas; que el Jefe del Estado use el dinero del erario, al menos una vez a la semana, para festinar que, y es un ejemplo, los homicidios dolosos bajaron un punto porcentual es ridículo, es criminal, las imágenes de los acontecimientos de la semana pasada derrumban el afán por ver y evaluar a la Tierra, al país, desde alguna remota estación espacial; y aquello de “abrazos y no balazos” no puede sino mover a risa, sí: luego de Culiacán nos enteramos de que el presidente tenía su telescopio -antiguo de por sí- apuntando al planeta equivocado y, además, no le había quitado la tapa al lente.

agustino20@gmail.com

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