Viernes, 19 de Abril 2024

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Mostrar no es aprobar

Por: Juan Palomar

Mostrar no es aprobar

Mostrar no es aprobar

Era uno de los lemas de un señor que desde hace más de 30 años no está. Hizo una treintena larga de grandes cuadernos en los que pegaba todo lo que le parecía notable, aunque su contenido no le pareciera, o no del todo. Esos librotes han sido durante más de 80 años un recreo muy disfrutable para muchos, propios y extraños. Paisajes, efemérides, cuadros, fotos diversísimas, modas, obras de ingeniería civil, arquitecturas, mujeres incontables y un interminable etcétera que incluye envoltorios viejos, caricaturas originales y apuntes varios. Total, algo divertido para ese señor y útil para los demás.

Pero la frase tiene un segundo sentido: no por enseñar algo esto tiene validez. En el campo de la arquitectura el despliegue actual de imágenes es casi pornográfico, obsceno. Un continuo bombardeo de hechuras de todas layas invade a todos los medios, electrónicos y de los otros. Hay una sentencia clásica en Francia: “El arte de decirlo todo es el arte de hacerlo enfadoso todo”. Y así sucede: quien se atiene a tales medios para querer entender la arquitectura acaba por no ver nada, por no discernir lo mediocre de lo peor o de lo bueno. Ceguera por exceso de información de baja calidad, por enfado.

Un estudiante de arquitectura tapatío que pase tres horas diarias durante todo un año escolar frente a cualquier pantalla, siguiendo las contorsiones a la moda, aprende menos de arquitectura que en un simple viaje de cuatro horas a Los Altos de Jalisco, por ejemplo. Es algo evidente y comprobable. No “ver” mediatizada, la arquitectura: verla, vivirla, realmente.

Lo curioso es que el gremio de los arquitectos parezca no darse cuenta de este hecho e insista en sumarse al torrente indiscriminado de imágenes. Publish or perish, es el refrán de ciertos y numerosos académicos: publica o perece. Hasan Fathy el egipcio, uno de los arquitectos cumbres del siglo XX, publicó un solo libro en su vida: y fue para enseñar como los pobres pueden ser unos consumados maestros constructores. Fathy hizo algo mucho más inteligente, útil y bello: se concentró en hacer unas cuantas arquitecturas ejemplares, enraizadas en su país, en sus gentes. Y es un faro universal del oficio.

El arquitecto de raza, de trapío y coraje, vive para la arquitectura, no para mostrarla. Ya el tiempo decantará las cosas, irá poniendo en su lugar méritos y logros, sacará a la luz de manera misteriosamente justa lo que el vasto río del olvido no haya arrastrado. Borges lo sabía muy bien.

Por eso se arriesga, de nuevo, una modesta proposición: si los arquitectos quieren mostrar sus logros, en lugar de enseñar por cualquier medio posible sus hechuras, podrían aplicarse en poner esa energía en favor de una profesión que se comprometió a servir a la comunidad. Irse entonces a cualquier lugar necesitado de arquitectura, a cualquier pueblo, y ejercer allí con lealtad y humildad su oficio, solo o en la compañía de otros colegas. Mostrar así, y ensayar de aprobar ante la realidad, de lo que es realmente capaz.

Una práctica como esta cambiaría de raíz la enseñanza, la exposición y la experiencia de la arquitectura a las nuevas y no tan nuevas generaciones. Significaría el principio de la vuelta a las esencias del quehacer arquitectónico, de su milenario transcurrir lejos de reflectores, pantallas, likes y premios.

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