Lunes, 14 de Julio 2025

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Los personajes de la ciudad

Por: Abel Campirano

Los personajes de la ciudad

Los personajes de la ciudad

En la Guadalajara de los barrios y los sectores, eran clásicos los pregoneros. La marchantita de las flores, los pajareros, el afilador, el ropavejero… personajes de la historia tapatía que poco a poco han sido víctimas de los tiempos, pero vivirán por siempre en nuestros pensamientos.

En el centro de la ciudad, caminando por los portales, era inevitable cualquier tarde toparse con Federico Ochoa, un hombre culto, de familia adinerada, que quiso ser actor y torero y acabó en una silla de ruedas disfrazado de payaso; Firuláis, para mayores datos, fue alguien que atrapaba con su conversación y con su desgarradora historia. La gente lo quería mucho y, después de gozar de las mieles del triunfo, acabó sumido en la soledad, en la tristeza y en la pobreza.

El general Hilachas, con sus historias revolucionarias y las grandes aventuras y desventuras, parte vividas y parte fruto de su imaginación; el Polidor, que con su megáfono anunciaba las ofertas; ¡el diablito de la Casa Colorada, que en más de una ocasión asustó a algún distraído transeúnte que repentinamente se topaba con el mismísimo diablo y solo acertaba a decir “¡Ay, Jesús bendito!”, y solo después de santiguarse recuperaba la serenidad al ver que no era más que un hombre con un disfraz que lo invitaba a pasar a hacer sus compras a “La Casa Colorada”!

Y aunque no eran personajes de carne y hueso, en los aparadores de “El Famoso 33” se veían las monitas o muñequitas de unos 40 centímetros, perfectamente vestidas y retocadas, que parecía que en cualquier momento cobrarían vida y estaban con su indumentaria de cóctel, de fiesta, de boda… ¡cuántos personajes recordamos de aquella hermosa ciudad en la que vivimos o nos hubiera gustado vivir!

Otro más de los que vienen a mi mente es el “Padaoda”, el vendedor de billetes de lotería que casi siempre se veía en el portal de Juárez, entre 16 de Septiembre y Colón, identificado con ese mote porque, debido a su problema de mutismo, gritaba “¡Padaoda!” para ofrecer sus billetes de lotería.

Los sorteos de la Lotería Nacional —que por cierto se transmitieron un tiempo por radio— eran, si mal no recuerdo, los miércoles y los viernes, pero el pintoresco vendedor de todas formas ofrecía sus cachitos y tiras como si el sorteo fuera esa misma noche.

Mi papá le compraba a él sus cachitos y allí los cotejaba, porque decía que le traía buena suerte, aunque también solía acudir al local de Cedeño, que estaba por la avenida 16 de Septiembre, a cobrar sus premios y sus reintegros.

En el centro de la ciudad también había muchos fotógrafos que impensadamente le sacaban a uno su fotografía y le daban un boletito para que al día siguiente pasara al estudio fotográfico a recogerla; tengo varias fotografías que inmortalizaron a mis padres tomados de la mano caminando por los portales, o a mi hermano y a este servidor llevados por mi mamá. Yo creo que muchos de ustedes también tendrán en su álbum familiar fotos que, por fortuna, captaron esos momentos inolvidables caminando en el centro.

Como decía al principio, en barrios y colonias pasaba el afilador, que hacía que los supersticiosos corrieran a ponerse sal en el hombro y luego quitársela para que no les cayera la mala suerte —pobres afiladores—, pero finalmente salían a afilar lo mismo cuchillos de cocina, tijeritas y navajas, que por aquel tiempo era algo que todos los caballeros llevaban en el bolsillo, y no con fines violentos ni defensivos, sino por la utilidad de traer en un solo utensilio: navaja, desarmador, sacacorchos, lima de uñas, tijeritas y punzón.

Cuando llegaban las marchantitas con su canasto lleno de flores en la cabeza, gritando “¡Laas floreees… laas floreees!”, ya la cosa era diferente, pues se decía que traían a las casas la buena suerte, que era una bendición, y más cuando les compraban lo mismo pensamientos, que nube, gladiolas, nardos, claveles o girasoles.

A mí me daba pesar verlas a lo lejos con ese pesado canasto en la cabeza y su pregón cantarino en medio del sol, con su piel curtida a base de esfuerzo, trabajo y sacrificio, con su indumentaria típica y sus infaltables huarachitos, y me daba alegría cuando mi mamá les compraba un ramito para tenerlo en la casa y uno más para llevarlo a la Virgen cuando fuéramos al templo, porque además las ayudaba en su peregrinar constante por esas calles de Dios ofreciendo sus florecitas.

Qué recuerdos tan intensos… parece que las escucho en este momento en que estoy redactando el artículo, y no me lo van a creer, pero siento la presencia de mi mamá a mi lado. Ojalá y pudiera transmitirles en estas líneas la enorme emoción que siento al recordar esos momentos de mi niñez y poderlos compartir con ustedes aquí, en EL INFORMADOR, donde sábado a sábado espero encontrarlos, si Dios nos presta vida y licencia.

Hasta la próxima semana.

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