En este mundo interconectado, asistimos a una disputa constante por imponer narrativas que justifiquen el ejercicio del poder. En las democracias, donde el debate es más abierto, estas confrontaciones adoptan tintes ideológicos, políticos y, sobre todo, morales. Se enfrentan dos visiones: por un lado, las posturas liberales o progresistas, que promueven la libertad para alcanzar la igualdad mediante la acción del Estado; por el otro, las posiciones conservadoras, que exaltan el individualismo meritocrático como vía hacia el progreso colectivo.La actual ola conservadora, que ha alcanzado mayorías en países como Estados Unidos, se justifica con el discurso de “rescatar” valores fundamentales, desmantelando políticas de inclusión y derechos para las minorías. Llama la atención que retóricas similares se escuchen en la Rusia de Vladimir Putin, donde, como en ciertos sectores del conservadurismo estadounidense, se recurre al cristianismo para legitimar políticas excluyentes, autoritarias y militaristas.China, por su parte, impulsa una moralidad pragmática basada en su tradición milenaria. Su narrativa de hegemonía no se asienta tanto en la fuerza como en una supuesta superioridad civilizatoria, ahora apuntalada por su avance tecnológico.En el fondo, lo que se disputa es el relato moral del poder. De un lado, un Occidente liderado por Europa y América; del otro, una propuesta “multipolar” encabezada por China y Rusia, con aliados como Irán y Corea del Norte. Ambas visiones se excluyen mutuamente: una tacha a la democracia liberal de decadente; la otra rechaza el autoritarismo expansionista. Son modelos que buscan legitimarse moralmente para extender su influencia global.En este contexto incierto, Estados Unidos se muestra ambivalente. Sin una estrategia clara y con un pragmatismo errático, ha promovido una reconfiguración del orden global que ha generado más caos que estabilidad: guerras comerciales, el resurgimiento del militarismo en Europa y Japón, y una creciente hostilidad del eje multipolar.Es aquí donde irrumpe un nuevo actor: el Papa León XIV. Su elección se produce en un momento especialmente crítico, cuando la moral se ha convertido en campo de batalla y excusa política.León XIV representa múltiples rupturas: América frente a la hegemonía europea del Vaticano; la orden agustina frente a la burocracia clerical tradicional; una Iglesia que actúa, denuncia y acompaña, frente a una que se limita a contemplar. En el plano teológico, encarna la espiritualidad mística de San Agustín, en contraste con el racionalismo escolástico de Santo Tomás.Su mensaje es claro: el cristianismo no puede ser usado para castigar migrantes ni justificar guerras en nombre de grandezas nacionales. Por eso será incómodo para los sectores conservadores del cristianismo global, pero puede convertirse en un contrapeso necesario ante las tensiones económicas, tecnológicas y militares que marcan esta nueva era.León XIV no parece dispuesto a ser un símbolo al servicio del poder. Su desafío es mayúsculo: formular una voz moral propia que no respalde hegemonías, sino que denuncie los peligros del armamentismo, el uso irresponsable de la inteligencia artificial, el sufrimiento causado por el narcotráfico, los desplazamientos forzados y la represión interna en nombre del orden.Para América Latina, su figura representa una esperanza: la de una voz que comprende —y ha vivido— las injusticias sociales de la región. Sus primeros gestos invitan a tender puentes, no a levantar muros. Tiene una postura firme: no simpatiza con el régimen de Trump ni con los católicos ricos y ultraconservadores que buscan alinear a la Iglesia con el poder político. Aunque hoy lo saluden, difícilmente la cordialidad durará.Para quienes añoran el regreso de las misas en latín y una Iglesia jerárquica que administra caridad desde lo alto, la llegada del cardenal Robert Prevost —estadounidense por nacimiento, peruano por convicción y líder del pensamiento agustiniano— marcará una ruptura. Su visión mística del servicio no propone volver al pasado, sino avanzar con valentía hacia un cristianismo más comprometido.Como recordaba San Agustín:“Hay dos clases de personas, porque hay dos clases de amor. Uno es santo, el otro egoísta; uno se preocupa por el bien común en aras del entendimiento mutuo y la fraternidad espiritual; el otro somete lo común a lo propio. Uno trabaja por la paz, el otro es sedicioso; uno prefiere la verdad a los honores humanos; el otro ansía el honor aunque sea falseado… Uno desea para el prójimo lo que desea para sí; el otro desea someter al prójimo”.León XIV puede ser el líder espiritual capaz de enfrentar esta batalla moral, no para dominar, sino para recordarnos que el poder sin compasión es violencia justificada, y que el amor al prójimo no es debilidad, sino la más firme de las resistencias