Los procesos históricos tienen un peso decisivo en las disciplinas sociales y humanísticas. Vuelven relevantes o inútiles, urgentes u ociosas, determinadas preguntas, objetos o temas de estudio. Sin embargo, muchos científicos sociales han olvidado adoptar una mirada histórica, y llevan a cabo sus investigaciones como si los fenómenos y problemas sociales ocurrieran al margen de la historia, lo que los hace perder relevancia y poder explicativo. No es una exageración. Basta revisar el trabajo de no pocos economistas, teóricos de la elección racional e incluso estudiosos de la democracia.Una excepción a la regla, un modelo de científico social que concilia una sólida formación teórica con una aguda sensibilidad histórica, es el politólogo mexicano José Woldenberg, uno de los mejores epígonos del filósofo de la historia y teórico político historicista Carlos Pereyra (véase su ensayo “Historia, ¿para qué?”, en el volumen colectivo del mismo nombre publicado por Siglo XXI en 1980).En su breve y estimulante Izquierda y democracia, el expresidente del IFE formula una pregunta de “enorme pertinencia política”: “dado el México que estamos viviendo”, ¿es democrática o autoritaria la izquierda que hoy gobierna? Añado dos preguntas: ¿cuáles son los puntos de contacto y acuerdo entre las izquierdas y las derechas? ¿Es posible imaginar una nueva izquierda y, sobre todo, una nueva democracia?Gracias a su sentido histórico, el doctor Woldenberg subraya que “no existe una izquierda sino izquierdas en plural y algunas de ellas, las autoritarias o dictatoriales, no deberían ser emuladas por nadie”. Por eso, ante cualquier izquierda, la pregunta obligada es: ¿qué relación guarda con la democracia? De este modo, podremos no sólo describirla sino evaluarla, pues la izquierda que “atenta contra la democracia se convierte en una fuerza opresiva e inclemente”.No obstante, algunos políticos e intelectuales, presos de una mentalidad ahistórica, reivindican con engreimiento la orientación política heredera de la Revolución francesa: dicen “Yo soy de izquierda”, como si nunca hubiera habido izquierdas opresivas y fanáticas, como si la frase les diera la Razón y les dotara de una infalible legitimidad moral, una licencia para sojuzgar al otro y evitar someter sus ideas y acciones al escrutinio público. Guardémonos, pues, de convertir a la izquierda en una ideología.Reducir el mundo a un puñado de fórmulas y categorías fijas es la operación fundamental de toda ideología o sistema cerrado de pensamiento. Hoy sabemos que las redes sociodigitales, lejos de democratizar y liberalizar al mundo, esparcen de forma rápida y vehemente las semillas de las grandes ideologías de nuestro tiempo: populismos de izquierda y derecha, nacionalismo, wokeismo, libertarianismo.El mejor antídoto contra las ideologías no consiste en ir a la universidad o en leer un manual de filosofía política sino, sencillamente, en dialogar con el otro. Dialogar, intentar convencer en lugar de vencer, nos enseña a dudar de nuestras razones, a no cejar en el ejercicio de la crítica (y la autocrítica) y a renunciar a la idea misma de un sistema definitivo y acabado de pensamiento.La historia enseña que la mayoría de errores y extremismos de la época contemporánea son producto de ideologías fanáticas (de izquierda o derecha, seculares o religiosas). Nunca será ocioso, pues, repetir el aforismo de Santayana: “Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”.Acaso la mejor herramienta intelectual para socavar la fuerza de las ideologías y promover la democracia yace en el estudio riguroso de la historia y el cultivo de una ciencia social más historicista. Comprender el pasado para dominar el presente y escribir un futuro más igualitario y libre: he ahí la tarea del científico social democrático. Woldenberg lo sabe bien. Por ello nos pide no renunciar a la esperanza: “Vivimos tiempos oscuros para la democracia. Pero el futuro no está escrito.”