Viernes, 26 de Abril 2024

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Estampa tapatía de fin de año

Por: Juan Palomar

Estampa tapatía de fin de año

Estampa tapatía de fin de año

Nadie lo ha superado. Alarife Pedro Martín Ciprés nacido en el mero barrio de Mezquitán. La iglesia de San Felipe. Con la torre que la acostumbrada y entrañable grandilocuencia del maestro Díaz Morales describía como “la mejor de América”. Desde la puerta del Madoka –calle de Parroquia– es un buen punto de observación. Es verdad, la torre es soberbia.

Cuando en la esquina de enfrente, hacia 1978, el Ayuntamiento dio la licencia para demoler una finca tradicional y levantar un edificito panzón de cuatro pisos, Díaz Morales tocó a rebato. Organizó a toda velocidad un concurso de fotografías y otro de acuarelas para capturar por última vez la perspectiva justa y sin obstrucciones de San Felipe. No existe memoria de los resultados; sí la hay de la honrosa furia del maestro, de la dejadez de autoridades y población en general –cosa tan rara–…

La vista desde los cuartos pisos de los edificios puede ser esclarecedora. La mirada distingue rápidamente lo que vale la pena de la basura construida, y agradece la, en general, sana pulpa del tejido urbano, afeada, es cierto, por innumerables tinacos negros y harta basura puesta al Sol. Pero, sacando las cuentas, milagrosamente persiste en las zonas centrales metropolitanas un perfil reconocible, y aun agradecible.

En una vuelta de 360 grados se distingue a San Miguel de Mezquitán, San José de Gracia, El Santuario, San Felipe, los farallones de la barranca de Oblatos, Catedral, San Francisco…y así sigue. Los en general estorbosos chipotes que son los edificios altos de las últimas décadas, con toda su pesadez, no logran arruinar este desfile de nobles edificaciones tapatías. Basta subirse a un cuarto piso para recuperar el ánimo. 

Cuatro pisos, por tres metros, igual a 12. Son más o menos los que mide de alto el viaducto elevado de la Línea 3 del Tren Ligero. Todos estamos de acuerdo en que, sacando todas las cuentas, hubiera sido mejor que todo el trayecto ferroviario se hubiera soterrado. No es así. Haciendo virtud de la necesidad quizá venga al caso subrayar una ventaja para el pasaje (más de 230 mil personas diarias). El de gozar de panoramas como el arriba descrito mientras viaja a 12 metros de altura, pudiendo considerar la ciudad circundante –con todas sus particularidades– y a los alrededores hasta donde alcanza la vista. Posiblemente no sea una cosa menor. Los viajeros se darán cuenta del estado del cielo, de la lluvia o el sol, de la luz, de la nata de contaminación…y de los perfiles augustos de muchas de las edificaciones que justifican el hecho de fincar algo sobre este valle.

Quienes hayan usado con regular intensidad el metro en ciudades como México, París, Londres o Nueva York podrán haber percibido la crónica fatiga agregada que provocan la oscuridad, las luces artificiales, los olores, los tránsitos por túneles interminables. En París, hay un tramo del metro que emerge por un largo trecho entre las casas para cruzar el Sena por arriba del puente del Quay de Bercy. Era un cotidiano respiro, y un gozo, emerger de la tiniebla y alcanzar a ver así el río, las torres de Notre Dame.

Que conste: hubiera sido, al final, mejor hacer la línea local toda por debajo y así se sugirió. Ante los hechos, muy bueno sería que la gente aprovechara la altura por la que se trasladará parcialmente para componer y recomponer la ciudad que debiera aprenderse y llevar siempre en el corazón. Como a la torre de San Felipe. 

jpalomar@informador.com.mx

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