A finales de la década de los sesenta estudié la preparatoria cuando todavía era de dos años. Recuerdo con mucho cariño a quienes fueron mis maestros, guías y ejemplo, pero en lo particular guardo un especial recuerdo de mi profesor de Historia, el muy ilustre hijo de San Martín Hidalgo, Jalisco, don José Guadalupe Guerrero Beas.A muchos de ustedes que cursaron su escuela preparatoria en la Universidad de Guadalajara les habrá impartido clases. A mí me dio Historia de México, aunque también impartía Historia del Arte, Historia de Jalisco y Filosofía.A consecuencia de su problema hipofisiario de la acromegalia, muchos alumnos le pusieron un mote que aquí no reproduciré por el absoluto respeto y veneración que me merece su memoria, y lo identificaban así de manera grosera, a mi parecer.Era un hombre adusto, aunque de vez en cuando nos obsequiaba con una sonrisa amplia y sincera. Siempre tenía un refrán, una cita célebre, una anécdota que compartir en cada momento, un conversador de prosapia y un profesor comprensivo que se hizo querer por sus alumnos.Además de verlo en las aulas, llegué a reunirme con él varias veces en la Plaza de las Sombrillas, como se le conocía coloquialmente a la Plaza de la Universidad, en la confluencia de la avenida Juárez y la calle Colón, al pie del Edificio Lutecia y en las afueras de El Nuevo París. Siempre de traje, con su infaltable sombrero y su gabardina en tiempo de lluvias, su inseparable cámara fotográfica y su agradable plática.Además de la pasión por la Historia de México, aprendí de mi querido Maestro buena parte de la historia del centro de la ciudad y sus edificios; sabía quién lo había construido, de quién era, qué había sido antes, y así supe que los Portales tenían nombre, que antes de que existieran los Almacenes Franco allí estaban los Almacenes García, y que antes de los pasajes comerciales, en los Portales estaban las famosas Alacenas, y que había un túnel entre el Templo de Mexicaltzingo y la Catedral, y muchas cosas más.Fue tanta mi cercanía con mi profesor, que le confiaba mis cuitas al estilo de Fausto y Werther, la inmortal novela de Goethe, y así lo mismo supo de la terrible enfermedad de mi mamá que de mis amores y desamores de juventud y mis inquietudes por las inevitables dudas en otras materias como Economía Política, Psicología, Lógica y Filosofía.El maestro tuvo siempre palabras de consuelo y aliento, sentía su estimación y él sabía de la mía y mi profunda admiración. Recuerdo que nos pidió un trabajo para fin de año, y le hice una especie de maqueta en la que describí la ruta de la Independencia desde Dolores Hidalgo, Guanajuato, hasta Chihuahua, donde el 30 de julio de 1811 fuera fusilado Hidalgo. Le recreé la batalla del Puente de Calderón, empleando los soldaditos que tenía de colección y que mi papá me había comprado en la Ciudad de Bruselas o en la Ciudad de Praga, dos almacenes del centro de la ciudad donde vendían muchas cosas, entre ellas soldaditos de plomo pintados con los colores de los uniformes de diversos ejércitos.No la podía llevar a la escuela por sus dimensiones, por lo que opté por llevársela a su casa, que estaba en la Avenida Libertad, y me dijo que era el mejor trabajo que había hecho un alumno en sus muchos años de profesor. Él usualmente los calificaba y regresaba, pero me pidió que se lo obsequiara, cosa que hice con el mayor de los gustos. Él me regaló una pluma fuente Esterbrook azul que aún conservo y uso con gran cariño.El maestro Guerrero Beas también era muy devoto; en no pocas ocasiones coincidimos en el Templo de la Merced en una visita al Santísimo Sacramento, costumbre que heredé de mi mamá cuando iba al centro de la ciudad, que iba a “Los quince minutos a Jesús Sacramentado” porque siempre estaba expuesto en el Templo de la Merced.El profesor impartía clases en la Preparatoria de Jalisco o Prepa Uno, frente a donde se encontraba la XV Zona Militar, el famoso Edificio Arroniz, donde un tiempo estuvieron las monjitas agustinas, luego fue sede del Seminario y finalmente se convirtió en la sede militar mencionada; también dio clases en la Escuela Vocacional, ambas de la UdeG.En la prepa tuve grandes maestros, que también recuerdo con cariño y gratitud, como Pedro Quevedo Castañeda, que me dio Psicología; Valente Aldaco González, profesor de Química; Miguel Corona Rodríguez, mi profesor de Física; Ignacio Valencia Carranza, mi profe de Matemáticas; Sara Carmen Valdés de Martínez, que me dio Estética; María Teresa de Castañeda, que impartía Lógica y Literatura Universal; y su esposo Flaviano Castañeda, que nos daba Literatura Española. Pero, sin duda alguna, con quien más cercanía tuve fue con el inolvidable maestro José Guadalupe Guerrero Beas.Esta página se la quise dedicar a él, que está en el cielo; un gran hombre, entregado a la docencia, a sus alumnos y a sus amigos, y quiere ser esta colaboración un pequeño homenaje a su memoria y mi permanente agradecimiento por sus sabias lecciones de vida y por haber despertado en mí la gran pasión que siento por la Historia de mi país. Dios tenga en su infinita gloria a mi querido Maestro José Guadalupe Guerrero Beas. Campirano Marín… ¡Presente Maestro!Y aquí los espero a ustedes el próximo domingo en EL INFORMADOR, con su cafecito matutino, agradeciéndoles de corazón la distinción y paciencia de su lectura y, por supuesto, sus comentarios a mi correo. Hasta la próxima semana, si Dios quiere.lcampirano@yahoo.com