Sábado, 20 de Abril 2024

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El engorro de la tarea

Por: Paty Blue

El engorro de la tarea

El engorro de la tarea

Mentarla siquiera, era como invocar la aparición de una punzada en el píloro, y cuando mi madre además insistía en que dejáramos lo que estábamos haciendo para atenderla sin dilación, como correspondía a cualquier escolapio sensato y ejemplar, no había manera de sacarle la vuelta hasta haberla resuelto y acomodado en la mochila con los útiles para acarrear al siguiente día al salón de clases.

Se trataba de la dichosa “tarea” que, si bien desde mis tempranos años comencé a detestarla porque me privaba del necesario retozo vespertino, me alegré sobremanera de que mis hoy cuarentones hijos fueran pioneros de la llamada educación personalizada, que les concedió el privilegio de no vérselas con ese fardo cotidiano que les alargaba la jornada de estudio más allá de lo razonable, aunque ciertamente se me irguieron los pelos en punta cuando los innovadores docentes determinaron que la tarea no fuera responsabilidad de los chiquillos, sino de sus sufridores padres que debían apoyar en casa el refuerzo de ciertas destrezas y habilidades cognoscitivas.

Y ahí los quisiera ver, porque buenas faenas me aventé tratando de avisparles la lógica para resolver lo que ni yo misma conseguí nunca domesticar, que eran los infaustos quebrados que, a fin de cuentas, asumí que no tenían más utilidad que resquebrajar las entendederas del educando, porque nunca nos vimos en la necesidad de procurar tres octavos de queso grande o pedir que nos despacharan dieciocho cuartos de tanque de gasolina, pero no era cosa de rebelarse contra las directrices impuestas por la novedad educativa, aunque en ello se nos cuarteara la paciencia en 32 sextos.

Lo que jamás pasó por mi cabeza fue que, por una de esas exóticas paradojas con que la vida nos sorprende, yo misma me vería inserta en el mundo académico, convertida en una docente dispuesta a no flagelar a mis potenciales pupilos con deberes extraescolares, porque a mi silvestre modo entendí que si estos encargos tenían el propósito de reafirmar los conocimientos expuestos en clase, debía ser yo misma quien debía acompañar a los chamacos en ese proceso, y no mandarlos a que lo enfrentaran solos en casa, o fastidiando a sus progenitores.

Desde entonces y hasta la presente semana, que marcó mi retiro definitivo como mentora, de plano le declaré la guerra a la dichosa tarea, esa práctica tan engorrosa como inútil que, por desgracia y no obstante los reiterados señalamientos didácticos que se han pronunciado sobre las múltiples inconveniencias de asignarla, es hora que a las instituciones y a sus profes emisarios les parece poco más que un sacrilegio ahorrarles a sus alumnos semejante tribulación que, además de enfadosa, provoca castigos y desata verdaderas batallas familiares. Y cómo no podría provocarlas si, después de asistir de cinco a seis horas por día a las aulas, los chiquillos deben renunciar al descanso, al juego, al entretenimiento televisivo o a las actividades artísticas y deportivas extracurriculares porque deben seguir con la nariz metida en los libros y cuadernos.

No en balde en las redes sociales se promueven diversos grupos de madres de familia que, bajo el título de #noalatarea, pugnan por un cambio en estas prácticas. Habrá quien piense lo contrario y muy respetable su opinión, pero no estaría mal darle una seria repensada al asunto.
 

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