Sábado, 11 de Octubre 2025

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El cristal, los colores y las miradas

Por: Augusto Chacón

El cristal, los colores y las miradas

El cristal, los colores y las miradas

El relativismo cultural impone que cada cultura debe entenderse, estudiarse, según sus términos particulares, ya que, establece esta corriente de pensamiento, es imposible, mejor dicho: estéril, fijar un modo único, universal para interpretarlas. Traducido esto al modo de las ideas del lópezobradorismo: no me salgan con que la cultura es la cultura. Para explicar la noción, imaginemos que en su fuero interno, él, gestor del ismo que lleva sus apellidos, se dice: rijo este país asido a mi cultura y por eso lo que decido y hago tiene, a priori, un valor incontrovertible, y también a posteriori, por un apartado específico que tiene uno de los elementos centrales para comprender una cultura: la moral, relativizada al extremo en este régimen, los valores que influyen en el espacio cívico y jurídico, que afectan a la sociedad, son relativos a las creencias e intereses del Presidente.

Visto desde otro ángulo, el relativismo cultural ha descubierto cosas estupendas para el mundo, al contrapesar el universalismo que postula principios (incluidos los estéticos), juicios y actitudes que nos propusieron con peso absoluto, suministrables a la humanidad entera, lo que a su vez ha sido argumento para justificar la colonización y el exterminio, o cuando menos el ensombrecimiento de culturas enteras. Una definición de cultura que hemos aventurado, más por ganas de molestar que con el afán de determinar un significado, se alinea con el relativismo: cultura es todo aquello que no sé y que otros consideran debería saber. Aquí el vocablo cultura adquiere otra connotación: es un clasismo, uno que permite exclusiones que podemos graduar light; nos valemos del juicio: le falta de cultura, para insultar, poquito aunque terminantemente: ni modo que aquella o aquel al que espetamos el adjetivo: inculto, saque a relucir lo que cree lo vuelve culto, está sobradamente dicho: es relativo, y más si el público que nos escuche colocar tal epíteto concuerda con que el insultado es inculto, ya que, por ejemplo, no ha leído La insoportable levedad del ser, en checo.

Los párrafos previos son una manera de adelantar una disculpa por el impulso irrefrenable de adjetivar a una persona, ya se sabrá quien, como inculta, y más. Avanzado como está el siglo XXI, en México ya no hablamos del analfabetismo como una tara a erradicar, el porcentaje de quienes no saber leer y escribir, todavía vergonzoso, es menor. Tampoco, por la mezcla del relativismo con el concepto mustio de lo políticamente correcto, sacamos a relucir en toda su extensión el adjetivo ignorante para señalar al que, según nosotros, carece de cultura y de conocimientos. Hoy no nos cuesta reconocer nuestras ignorancias, digamos en aspectos tecnológicos o respecto al espín de cada uno de los elementos de la tabla periódica; además, estamos convencidos de que cualquiera sabe algo sobre algo, y con eso basta, por lo que tildar de ignorante a alguien ya no es eficaz para describir y ofender, aunque nuestra intención sea expresarlo en su sentido más amplio: ignorante por ajeno a los saberes básicos, los que adquiere quien lee al menos los libros de texto gratuitos, va al cine, atiende algunos documentales en la televisión, hojea periódicos y visita noticieros; saberes básicos y, no obstante, parte de la cultura que distingue a una nación entre las naciones. Ignorante asimismo el que no tiene a la mano conocimientos indispensables para desempeñar una labor, de los que no necesariamente deben estar avalados por estudios superiores. ¿Se ignora voluntariamente porque es útil para progresar en ciertos ambientes?

Hace unos días, la diputada del PT, Dionicia Vázquez García, en el Congreso de la Unión, arengó a sus pares en la máxima tribuna para que reconocieran el mérito e interés nacional que tiene una obra concebida por el presidente López Obrador: “El Tren Maya es una magna obra, para que entiendan, más bien, son dos, uno que es de turismo y el otro que es de carga. Y va a hacer un recorrido desde el Istmo de Tehuantepec, hasta el Canal de Panamá.” Lo más simple sería hacer escarnio de la legisladora, perdón, no de ella, de sus dichos, con todo y que, para llegar a este punto, todo lo anterior fue una especie de justificante para, sin mucha pena, llamarle inculta, ignorante. No lo haremos.

La alocución impulsada por sus convicciones revela más que sus aptitudes, es muestra viva, palpitante, de los rasgos de la conducción política en este gobierno federal. Si desde Palacio Nacional la instrucción es: no cambien ni un punto, ni una coma, Dionicia Vázquez interpretó correctamente y con desparpajo evidenció lo que subyace en la orden, o sea, el espíritu de la regla: los requieren incultos, de preferencia ignorantes y sin temor al ridículo. Qué son la autoestima,

la dignidad y el aprecio por la cultura, frente al altísimo valor -moral, político y monetario- que tiene salir a defender las ocurrencias presidenciales. Lo que además exhibe el carácter unipersonal del programa morenista: no hace falta que quienes deben votar para aprobar los planes del Ejecutivo, y los gastos que llevan aparejados, los conozcan y los entiendan. ¿Para qué hacer reuniones con ellas y con ellos para explicarles, convencerlos y volverlos defensores enterados de lo que se pregona como indudablemente benéfico? Es claro, los demás hemos perdido tiempo al insistir en que lo democrático es propiciar el diálogo y construir consensos (para los proyectos, para los programas, para el presupuesto, etc.) más allá de los fanáticos en los tres partidos oficiales.

El relativismo cultural en un país dado puede tornarse en universalismo: una única manera de entender la historia, la política, la economía, el arte, el ocio y la cultura misma, digamos la de México, que de por sí no es una, sino muchas. Tal vez estamos a semanas de que nos digan, alguien de la cultura 4T, que en la refinería de Dos Bocas se procesarán uranio y plutonio.

agustino20@gmail.com

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