Martes, 23 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Amanece el cielo como lavado por la lluvia que durante la noche visitó la ciudad. Sigiloso fue su paso, pero las gotas brillan aún en las hojas agradecidas. Evidencia del verano, huella del temporal. La ciudad sigue renovando sus frondas, y algunas son víctimas de las tormentas que con la intensidad que se les conoce ejercen su poderío. El maestro jardinero, desde muy temprano, va poniendo orden en sus dominios. Con la sabia paciencia que guía sus trabajos atempera el jardín, serena sus enramadas. Toda la tarde ruedan los truenos en el aire indeciso, las nubes se acumulan, luego avanzan rumbo a otros destinos.

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Dibujos a la distancia. Fuegos y flamas, imágenes fulgurantes de lo imaginado, de lo que el aliento de los años no ha logrado borrar. Muros, techumbres, senderos: rastros de voluntades que cruzan el tiempo y afirman hoy su vigencia. En un dibujo se trataba de imaginar una escuela, y el énfasis está puesto sobre la lección intemporal que un patio de naranjos suponía. Y también en la majestad de cierta ceiba, ancla y corazón de la composición toda. Otro intento refleja una casa en la memoria. Una casa que marcaría  un camino, que sería el fundamento para los pasos futuros. Los colores son parecidos y nunca los mismos, los trazos pueden ser sumarios o vigorosos, quedan sobre ellos inscripciones que hablan del significado profundo de los esfuerzos que en estos papeles dejaron constancia. La mano que siguió ciertas líneas, la inteligencia que sostuvo esos ensayos, todo forma ahora una unidad etérea y presente que permanece en la memoria.

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Un jardín: sustento y carga, leve o aleve. Limpiar, podar, discernir los retoños, encaminar las guías, componer un paisaje que de pronto es capaz de convivir con todo el cielo. La pila hace funcionar su concéntrica maquinaria, y sus reflejos miden las horas que discurren muy mansas. Desde una determinada habitación se disponen los trabajos, se reciben los frutos, se hace prosperar a la albahaca y la lavanda. Poco falta para que lleguen las guayabas, su amarilla gravitación que determinará otras labores. La campana de la dicha toca a rebato en los jardines.

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El contradictorio brote en el repecho del muro. Endereza su tallo vigoroso en una hendidura del enjarre, y aprovecha ese mínimo resquicio para asentar sus raíces. Un balance milimétrico hace posible su equilibrio. Y se pone a crecer, obstinado, contra toda probabilidad. Es un retoño que una semilla aérea tuvo a bien emplazar sobre ese pliegue del muro, una apuesta más que la naturaleza se juega para regresar, calmosamente, a la ciudad. Mínimas batallas que a diario suceden, ejemplo de una bravía humildad que no habrá de dejar que el desierto triunfe.

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De Jorge Luis Borges, el indispensable:

La moneda de hierro

Aquí está la moneda de hierro. Interroguemos

las dos contrarias caras que serán la respuesta

de la terca demanda que nadie no se ha hecho:

¿Por qué precisa un hombre que una mujer lo quiera?

Miremos. En el orbe superior se entretejan

el firmamento cuádruple que sostiene el diluvio

y las inalterables estrellas planetarias.

Adán, el joven padre, y el joven Paraíso.

La tarde y la mañana. Dios en cada criatura.

En ese laberinto puro está tu reflejo.

Arrojemos de nuevo la moneda de hierro

que es también un espejo magnífico. Su reverso

es nadie y nada y sombra y ceguera. Eso eres.

De hierro las dos caras labran un solo eco.

Tus manos y tu lengua son testigos infieles.

Dios es el inasible centro de la sortija.

No exalta ni condena. Obra mejor: olvida.

Maculado de infamia ¿por qué no han de quererte?

En la sombra del otro buscamos nuestra sombra;

en el cristal del otro, nuestro cristal recíproco.

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Las torres y el viento. Un día comienzan a edificarse. En un principio no son más que su pura huella buscando no se sabe qué raíces. Largamente se demoran, formando sus cimientos, para salir finalmente, como una inscripción antigua, sobre el suelo asombrado. Son las torres toda la novedad posible, y también son un gesto milenario que los hombres han hecho sobre la Tierra. Por eso crecen luego, un fuste valeroso que va trepando sobre andamios de esperanza. No termina su impulso hasta encontrar, si hay suerte, le medida de su altura, la extensión de su sombra sobre el suelo distante. Se pone a girar la torre, veleta inmóvil, y marcará persistente los rumbos de la ciudad. Reloj de sol, también la torre irá diciendo las horas mientras los rayos recorren los cielos. Una torre es la insistencia en la duración y la forja del destino, es la apuesta cruzada contra la usura del tiempo. Por un tiempo victoriosa, habrá al final durado lo que tarda a veces el parpadeo de una estrella.

jpalomar@informador.com.mx

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