Husmeando por el amplísimo catálogo de la Librería Carlos Fuentes, di con un volumen del filósofo uruguayo-mexicano Carlos Pereda, profesor emérito de la UNAM. Quienes estudiamos filosofía conocemos bien a Pereda, pues seguro leímos algún libro o ensayo suyo en las materias de teoría de la argumentación, expresión oral o análisis lógico-hermenéutico. Yo leí, a principios de la carrera, su audaz y divertida Crítica de la razón arrogante, libro que me hizo confirmar mi sospecha de que buena parte de la academia está saturada de pedantería innecesaria y que la ideología analítica —la tendencia a considerar las filosofías no analíticas como pseudofilosofía— no es más que pura arrogancia. Pereda es, a no dudarlo, uno de los filósofos más consolidados y originales de México, y la lectura de cualquiera de sus escritos es una bocanada de aire fresco.El libro que encontré, Las culturas de la argumentación. Una tradición del pensar nómada, publicado en 2022 por la Editorial Universidad de Guadalajara, es un instructivo para aprender a razonar y deliberar de forma más rigurosa y sofisticada, pero también más precavida, modesta y humilde. Su tema es urgente, pues argumentar no es patrimonio exclusivo de filósofos arrogantes, abogados leguleyos o políticos embaucadores. Argumentar, intercambiar razones para persuadir al otro y dejarnos persuadir, es una de las prácticas más comunes del animal humano. Como explica Pereda, argumentar supone virtudes no sólo intelectuales sino sociales: responsabilidad, colaboración, respeto.De ahí sus vínculos inextricables con la democracia: “la democracia —escribe Pereda— se vuelve una palabra-cáscara, una palabra sin referente, allí donde no se cultive, entre otros recursos, esa cultura nómada y anómala: la cultura de la argumentación.” Las sociedades democráticas son comunidades dialógico-argumentativas en las que un sinfín de asuntos públicos —incapaces de resolución por demostración científica estricta y menos aún por pseudorazonamientos emocionales o actos de violencia política— han de ser resueltos apelando a la argumentación pública, intersubjetiva y libre.Por ende, el cultivo de las “semillas de virtudes que conducen a prácticas de argumentar cada vez más abarcadoras” no es sólo una tarea escolar y universitaria sino un proyecto civilizatorio y de Estado. De ese cultivo depende la superación del estado de naturaleza hobbesiano de guerra de todos contra todos y la creación de un reino kantiano de fines en el que cada individuo sea tratado como un fin en sí mismo. Articular culturas de la argumentación sustentadas en los valores de la democracia (igualdad, libertad, pluralidad, tolerancia) es la forma más ardua, pero también la más segura, de combatir las distintas formas de violencia social, política y religiosa. Pues ya se sabe que allí donde termina la disposición a argumentar comienza la voluntad de ofender y descalificar, la cual conduce al odio ideológico y a la violencia (fomentadas hoy por las redes sociodigitales). Dar razones es humano: imponer es salvaje.La argumentación y su teoría no son, por tanto, un lujo prescindible o una exquisitez de quienes debaten profesionalmente en el parlamento, el juzgado, la cátedra o la columna periodística. Son el requisito básico de una educación cívica y democrática eficaz, así como de una vida moral individual vigorosa, inteligente y creativa. Porque todo individuo que aspire a ser moderno —es decir, autónomo, crítico y libre— debe aprender a argumentar con coherencia, rigor y cuidado sus decisiones, creencias y cursos de acción.Incluso quien rechace la vida pública y civil en favor de la entrega exclusiva a sus proyectos privados de autocreación no puede eludir la necesidad de cultivar las virtudes sociales e intelectuales que nos llevan a razonar de formas más adecuadas y excelentes. Pues la práctica de argumentar, sostiene Pereda, no es sólo social o política; también se da “cuando un animal humano se desdobla y conversa consigo mismo”. Intercambiamos razones no sólo con el otro sino también con nosotros mismos: si —y sólo si— sabemos identificar buenos argumentos y eludir las no pocas falacias con las que a menudo nos engañamos a nosotros mismos, podremos elegir mejores creencias e idearios, valores y acciones. En pocas palabras, vivir mejor. Ese y no otro, creía Platón, es el propósito de la filosofía. La conclusión de Pereda no es exagerada: “de modo inevitable se es esa argumentadora o ese argumentador que distraídamente, paso a paso o al galope, se está jugando la vida”.