Se llama Diego Rivera, pero no es un renombrado muralista ni mucho menos comunista. Es, de hecho, un privilegiado del poder… en el municipio de Tequila.Bajo el cobijo de Morena, miles de habitantes lo llevaron a la presidencia municipal con la esperanza de un gobierno cercano y transparente. Lo que obtuvieron fue todo lo contrario: una administración opaca, ensimismada, que busca cobrar impuestos al turista y hostil con la prensa. Pero, sobre todo, este personaje tiene una facilidad pasmosa para confundir el encargo público con los privilegios de un archiduque.Los comunicadores de la Región Valles lo describen con una gama de adjetivos poco amables, pero hay uno que se repite con insistencia: difícil. Difícil porque se exaspera, porque se niega a responder preguntas que no estén escritas en su guion, porque no tolera el escrutinio. Una actitud que recuerda a aquel exgobernador de las formas arrebatadas, que prefería tronar entrevistas antes que enfrentar cuestionamientos. En Tequila, la transparencia no es prioridad: es provocación.Desde marzo, se documentó que el alcalde Diego Rivera Navarro convirtió el Museo Nacional del Tequila en su “casa”. Sin decreto, sin justificación, sin pudor. Lo que antes era un espacio para la memoria cultural de uno de los pueblos más emblemáticos del país, pasó a ser su residencia personal y, más tarde, una extensión de su oficina. Un golpe simbólico -y literal- al patrimonio.El escándalo escaló esta semana cuando la Fiscalía General de la República realizó un operativo en el recinto. La televisora N+ se trasladó al lugar para cubrir el hecho, pero su camarógrafo fue detenido por la Policía municipal. Porque en Tequila, grabar un operativo es casi tan grave como cometerlo. Solo lo liberaron cuando el hecho se viralizó. Entonces sí, el archiduque ordenó liberar al prisionero. Un gesto de gracia que no borra el abuso.Y como si el atropello fuera poco, después se reveló que el edificio patrimonial había sido modificado sin autorización del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), lo que básicamente constituye un delito federal. Diego Rivera convirtió parte del museo en oficinas para regidores y clausuró el auditorio, presuntamente para construir un departamento. Así, sin más. Porque en su lógica, lo que está en su territorio le pertenece. Al fin que el suelo de Tequila no está hecho de agave, sino de impunidad.La gravedad no radica solo en el abuso patrimonial o la violación de normas federales. Está en la señal de alarma que emite este caso: la de un funcionario que se cree dueño de lo público, que intimida a la prensa y que modifica edificios históricos para su comodidad… todo mientras cobra 64 mil 788 pesos mensuales, según el tabulador del propio Ayuntamiento. El cargo público como patio trasero.Esto no es una anécdota folclórica de un edil pintoresco. Es una postal cruda del poder local cuando no encuentra límites ni contrapesos. Porque el autoritarismo no siempre grita desde un balcón presidencial: a veces se instala en un Pueblo Mágico, en silencio, y convierte un museo en residencia oficial.El poder en Jalisco, con frecuencia, se vive como si fuera título nobiliario. No importa si quien lo ejerce proviene de Morena, del alfarismo o de un supuesto apartidismo: lo que corrompe no es la camiseta, sino la falta de controles. Y cuando nadie exige cuentas, se pierde la dimensión del cargo y se asume que mandar es poseer.Lo dicho: Diego Rivera no es solo presidente municipal, es el archiduque de Tequila. Y es también la prueba viva de que la tentación autoritaria habita en todo funcionario que no distingue entre la silla y el trono, entre el servicio público y el beneficio personal. Porque cuando el poder no se fiscaliza, no se ejerce: se usurpa.isaac.deloza@informador.com.mx