Un par de semanas atrás, antes de que comenzara la travesía de la sub-20 mexicana por el mundial de la categoría en Chile, advertíamos que este certamen podía resultar como una medida o un parámetro que a la vez pudiera extrapolarse al escenario y al contexto que rodea a la selección mayor. Esto, porque antes del mundial sub-20 planteábamos que el diagnóstico acerca de la realidad del fútbol mexicano navegaba entre dos polos; el positivo, con el empuje de un puñado de jóvenes talentosos queriendo emerger y demostrar forjando su futuro, y el negativo, con la exigua presencia de mexicanos consolidados en las grandes ligas europeas o en el fútbol extranjero de élite. Esto segundo merece un análisis pormenorizado y, entendemos, obedece a factores multicausales.No obstante, la otra premisa esbozada, que tiene más que ver con si el Tri juvenil iba o no a revelar talento hacia el mundo, creemos que quedó parcial y positivamente manifestada. Hay al menos media docena de jugadores que demostraron estar por encima del nivel de la media de lo que estamos viendo en el Mundial, a juicio de quien firma esta columna: Emmanuel Ochoa, Diego Ochoa, Elías Montiel, Iker Fimbres, Gilberto Mora, Diego Chávez y Hugo Camberos redondearon un mundial definitivamente bueno. Según pareceres subjetivos esa lista podría engrosarse, pero al menos esos nombres propios demostraron que México sí tiene elementos en sus juveniles que permiten avizorar un futuro prometedor. Ahora bien, aquí viene el planteo neurálgico, ya con la eliminación consumada; y es que México ya no puede creer que compitiendo en la esfera de Concacaf y en la Copa Oro, está haciéndolo en gran nivel, porque luego en los campeonatos del mundo los rivales de mayor peso decididamente ostentan otro relieve, otra robustez deportiva, en términos futbolísticos y de competitividad. En síntesis, las ilusiones de talento joven que puedan nutrir a la selección mayor, México debería edificarlas considerando a este puñado de futbolistas que lograron dejar una buena imagen, más allá del aspecto colectivo, México debe confiar en ese manojo de jóvenes que logró comandar la esperanzar a propios y sorprender a extraños, pero esperanza que se detonó cuando enfrentó a un rival de otro grosor. Porque al fin, aunque la realidad parezca dura, es más conveniente no eludirla. A México, y esto es transversal a la Mayor o a las selecciones del proyecto de juveniles, al final le conviene medirse contra equipos top a que mentirse a sí mismo enfrentando a rivales que no califican. Por eso planteamos que sería injusto caratular a esta eliminación como un fracaso deportivo; desdibujada por el flojo partido final, y triste desenlace, sí, que sabe a poco, sí; pero el resultado final no debe opacar la dignidad futbolística con la que México se plantó en esta copa del mundo, donde excepto a Chile -quien ya tenía la dificultad añadida por ser anfitrión-, enfrentó literalmente a todas las potencias. Es preferible ello y subirse al ring con los mejores peso por peso, que navegar en la fragilidad de ofrece medirse con combinados de la Concacaf. Que esta eliminación se lamente porque el resultado final no acompañó las expectativas, pero que al menos sirva para entender que en realidad México sí estuvo a la altura, aunque no llegó a dar ese famoso salto de calidad que todos demanda, que al fin es algo más profundo y que a largo plazo también tiene que ver con los rivales que enfrentas. Por eso titulamos esta columna diciendo que más allá de los lamentos, ahora México ya tiene un faro, un norte hacia dónde apuntar. Si algo se debe aprender de estos días es que ahora ya hay un reflejo donde mirarse, y ese espejo no se llama Concacaf.petrichrad@gmail.com