Viernes, 19 de Abril 2024

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50 años sin ti

Por: Sergio Oliveira

50 años sin ti

50 años sin ti

Cada día que pienso en ti se me hace que no hace tanto tiempo que platicamos, pero ya se fueron cinco décadas. Mi memoria cada día más imperfecta insiste en mantener vivos muchos de los momentos que convivimos. Me acuerdo de ti estando yo acostado a tu lado en tu cama, escuchando historias sobre la vida, riéndome de tus siempre presentes chistes, jugando como el niño que era con tu bigote y haciéndote cosquillas solo para ver tu panza moverse como gelatina y carcajear con ello. Hoy veo tanto de ti en mi mismo, que es como si nunca me hubieras dejado. De ti heredé el carácter fuerte, explosivo, que finalmente fue el arma que te llevó de nuestra convivencia. También me acompañan el amor por mi madre -tu esposa- , por el futbol, por la comida, por las charlas divertidas con familia y amigos. Más que todo esto, sin embargo, me impresiona la manera en que dejaste implantada en mi corazón la pasión por los coches, porque vamos, en los escasos ocho años que convivimos, los primeros de mi vida, no había mucho que pudiera yo hacer para estar cerca de ellos más que acompañarte a lavarlos, por ejemplo, cuando probablemente estorbaba mucho más que ayudaba. El hilo entre padre e hijo, sin embargo, se construyó para siempre.

Ahora que vivo alrededor y en función de los autos, descubro que mis favoritos son los franceses y alemanes, como eran los tuyos. Sí, admiraba el Mustang en mi infancia. Me fascinaba el Charger. El Chevrolet Impala era un sueño imposible, el auto de los adinerados que nunca fuimos. Hoy los veo y me acuerdo de esa época en la que pudimos estar juntos, en la que ambos no teníamos idea de lo valiosos que serían cada uno de esos momentos de convivencia. Por supuesto que me emocionan.

La emoción mayor

Ninguno, sin embargo, me llena más el corazón de recuerdos como ver a uno de los dos coches que tuviste. Cada oportunidad que paso al lado de un Renault Dauphine es para mi una visita al rincón más bonito de mi memoria. Cómo no. Cómo olvidar esos primeros paseos sentado en la ventana del auto en el asiento trasero, incluso cuando una de mis hermanas, ambas mayores que yo, querían estar ahí. Yo iba en ese lugar porque era “el hombre de la casa”. Qué pronto eso pasaría a ser verdad.

Mucho más rápidamente de lo que debería haber sido.

Cuando finalmente compraste tu auto alemán, un DKW Vemaguet 1965, te acompañé a tu trabajo en la cementera para que lo presumieras a tus colegas. Al regreso, en una angosta y aún poco transitada avenida Recife, me sentaste en tus piernas y me dejaste conducir por primera vez en mi vida. Te imagino pensando algo así como: “Este es mi hijo”.

La expresión en tu rostro que más me gusta recordar, sin embargo, es la que ponías cada vez que te tocaba ver un Mercedes-Benz que no tardabas en repetir: “Es el mejor auto del mundo”. Jamás se me olvida ese momento en que ambos tuvimos la misma edad: yo con mis niñez natural y tu con ese rostro de un pequeño que mira el juguete favorito con una sonrisa inocente, prístina, con un muy tenue toque de esperanza como quien dice: “Ojalá un día”.

No puedo creer que ya haya vivido 50 años sin ti. Te juro que puedo sentir aún tu mejilla áspera por la barba por hacer; la fuerza de tu mano sosteniendo la mía para cruzar una calle; el movimiento de tus piernas bajo las mías al “manejar” tu DKW.

Me gustaría pensar que desde lejos puedas de alguna manera verme y que haya yo al menos podido darte el orgullo que un padre espera de un hijo. De mí espero que sepas que tuve -aunque haya sido solo durante ocho escasos años- un padre mejor que el que hubiera podido pedir.

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