Viernes, 29 de Marzo 2024
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- Pena capital

Por: Jaime García Elías

- Pena capital

- Pena capital

La pena de muerte, que se aplicaría ayer en el penal de Huntsville, Texas, al mexicano Rubén Ramírez Cárdenas, de 47 años, por delitos (violación y asesinato) cometidos hace más de veinte, resucita el debate sobre la pertinencia o no de restablecer en el Derecho Penal mexicano la pena capital y de aplicarla a quienes incurren en conductas que la sociedad condena de manera unánime: secuestros, violaciones y asesinatos, por ejemplo.

-II-

Para efectos prácticos, el debate es ocioso. Desde 2005 –hace 12 años apenas—, el Artículo 22 de la Constitución prohíbe expresamente (y los códigos penales de todos los estados acatan esa prohibición) las penas de muerte, mutilación, tormento y otras igualmente “inusitadas y trascendentales”. Como ejercicio de pizarrón, en cambio, sigue habiendo alegatos a favor de la primera, por considerarse que sería ejemplar y por ende eficaz para disuadir posibles conductas delictivas. Además, se aduce que entre eliminar o mantener por largos años en la cárcel, a costa del Estado –es decir, de la sociedad cuyas normas de convivencia quebrantaron de manera atroz—, a criminales “incorregibles”, “lo mejor” es lo primero.

Entre los penalistas que, mucho antes de la reforma constitucional referida, se pronunciaban en contra de la pena capital, Raúl Carrancá y Trujillo señalaba (“Derecho Penal Mexicano”) que la misma, en México, es “radicalmente injusta e inmoral, pues el contingente de delincuentes amenazados por ella se compone de hombres humildes (…); se aplicaría, por tanto, a víctimas del abandono en que han vivido por parte del Estado; víctimas de la incultura, de la desigualdad económica, de la deformación moral de los hogares (…), siendo los culpables no ellos sino el Estado y la sociedad…”.

Francisco González de la Vega, por su parte, recuerda (“Derecho Penal”) que México arrastra, por desgracia, “una tradición sanguinaria”; puntualiza que en México “se mata por motivos políticos, sociales, religiosos, pasionales y aun por el puro placer de matar”; establece que “es indispensable remediar esa pavorosa tradición, proclamando que en México nadie tiene derecho a matar, ni el Estado mismo”. Y concluye: “El Estado (…) debe enseñarnos a no matar; la forma más adecuada será el más absoluto respeto a la vida humana, así sea la de una persona abyecta y miserable”.

-III-

Finalmente, si la delincuencia, lejos de disminuir, tiende a crecer en los países en que aún se aplica la pena capital, los argumentos a favor de su utilidad y su ejemplaridad son insostenibles. 

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