La rebeldía de la comunidad indígena de Tlajomulco en contra del clero del obispado de Guadalajara, en las primeras décadas del siglo XX, constituye un botón de muestra de la resistencia a aceptar ciertos dogmas católicos y algunas normas litúrgicas de parte de pueblos originarios que no se extinguió con la conquista del territorio de lo que hoy es México, sino que subsistió por lo menos hasta el siglo pasado.Las manifestaciones de esa indisciplina pueden examinarse a la luz de lo dicho por el historiador Robert Darnton: si se desea estudiar la manera como la gente común organiza la realidad en su mente y cómo la expresa en su conducta, debemos considerar que los individuos de a pie piensan utilizando las cosas y todo lo que su cultura le ofrece, como los cuentos o las ceremonias.Precisamente los indígenas de Tlajomulco utilizaron ceremonias y objetos para expresar, por un lado, su menosprecio a la autoridad eclesiástica y la autonomía de que hacían gala al tomar decisiones que correspondían en exclusiva a la Iglesia. Por otra parte, las acciones realizadas por ese pueblo originario nos revelan su incredulidad sobre ciertos aspectos de la religión católica o el sincretismo de la religión que practicaban.En el Archivo Histórico del Arzobispado de Guadalajara hay información sobre las denuncias de los párrocos de Tlajomulco acerca de la desobediencia de los indígenas que organizaban los Pretorios o ceremonias de Semana Santa convirtiendo la Pasión de Jesucristo en una obra de teatro con tintes cómicos.Pedían dinero a los vecinos para los gastos que requería la representación de los Pretorios y la gente hacía aportaciones económicas porque deseaban concurrir a divertirse y a emborracharse, según escribió en 1923 el cura Manuel Ruíz Velasco.Como consecuencia de lo anterior, ocasionaban un quebranto económico a la parroquia y, por otra parte, “el templo [quedaba] solo en los Divinos Oficios, mientras los Pretorios [estaban] llenos hasta reventar”, señaló el sacerdote citado.El mismo Ruíz Velasco denunció que los “indios” se apoderaron del Señor del Santo Entierro o Santo Sepulcro, figura que representa a Jesucristo en su estado de muerte, antes de su sepultura. De esta imagen tenían un “dominio absoluto”.Es posible que el Santo Entierro estuviera depositado en el templo de la Purísima -nombrado por los indígenas “del Hospital”- que controlaban desde su clausura debido al deterioro material que presentaba. Cuando se acercaba el mes de octubre, dedicado a la Virgen María, escribían a la Mitra solicitando permiso para celebrar las fiestas de la Purísima en dicho edificio. Prometían obediencia en el futuro, no volver a realizar los Pretorios y conducirse como verdaderos hijos de la Iglesia. Sin embargo, los documentos de archivo muestran que, todavía en 1937, seguían burlando las prohibiciones de la Iglesia e incumpliendo sus promesas.El comportamiento de los indígenas exasperaba a los párrocos en turno que los calificaron de “caprichosos y supersticiosos”, “testarudos y no entienden ni quieren entender” y concluyeron que “les gusta el desorden en Semana Santa”.Desde mi óptica, la comunidad indígena de Tlajomulco demostró su capacidad de revertir el orden establecido manipulando las ceremonias y otras prácticas que tenían a su alcance, dotándolas de nuevos significados. Además, se hicieron de un poder suficiente para poner entre la espada y la pared a los párrocos de la población pues éstos reconocían que los dejaban hacer lo que querían o los tenía en su contra.Esta entidad está compuesta por aspectos de índole multicultural que durante su proceso evolutivo ha forjado de manera distintiva su identidad. Sus habitantes como parte esencial de sus componentes producen la herencia cultural material e inmaterial, representada por su entorno natural, arquitectura, urbanismo y tradiciones, los cuales, se encuentran sujetos a un proceso constante de adaptación a los tiempos modernos.